—Viejo, ponme
una jarra —dije mientras cerraba la puerta para que el bochorno no alterase la
fresca atmósfera que removían los desvencijados ventiladores del Noche de la
Alegría. Era una de esas noches de verano llenas de vulturno y mosquitos y yo
había pasado toda la tarde encaramado a mi ventana contemplando el ajetreo de
las golondrinas bajo el sosegado planeo de las cigüeñas.
—¿Un mal día?
—contestó el viejo al tiempo que limpiaba una jarra.
—¿Cómo lo
sabes? —pregunté.
—Últimamente
sólo vienes cuando tienes un mal día —aclaró, y me sirvió la cerveza fría.
Sorbí un par
de tragos, sediento y desanimado a partes iguales. Agarré unos cuantos palillos
y los deshice en astillas entre los dedos. Volví a beber.
—Bueno —dijo
finalmente el viejo, después de atender a Jerry bigotes— ¿Vas a quedarte ahí
sentado bebiendo o me vas a contar lo que te ocurre?
—Supongo que
ambas —respondí, y pegué otro trago para aclararme la garganta reseca por la
alergia o vete a saber qué—. Verás, llevo unas cuantas noches teniendo sueños
extraños, ya sabes, por el calor y eso. En estos sueños yo soy un dodo.
—¿Un dodo?
—interrumpió el viejo.
—Sí, un dodo.
Esas gallinas de veinte kilos del Índico, cerca de Madagascar. Seguro que te
suena si lo ves, ya te haré un dibujo después en una servilleta de ahí. El caso
es que me veo con ese pico enorme que pesa un quintal y esas alitas enanas y
deformes en un gran palacio de dodos hecho de excrementos de dodos y ramitas
secas pero no hay ningún otro dodo. Y es normal, pues se extinguieron hace
cuatrocientos años o algo así.
—¿Y qué pasa?
—preguntó el viejo, apoyado en su lado de la barra.
—¿Cómo que qué
pasa?
—¿Qué ocurre
en el sueño?
—Pues… —bebí
otro trago— No sé. Nada. Bastante duro es verte como un pollo extinto sin saber
volar.
—A lo mejor no
tienes por qué volar —respondió sabiamente el viejo—. Quizás, como dodo, no has
nacido para ello. Piensa en los avestruces.
—Ah, ya. No
pueden volar pero ponen huevos gigantes y corren rápido ¿no?
—¡No, hombre! Los
avestruces son bien grandes, pero esconden la cabeza bajo tierra cuando hay
algún peligro cerca. No soy un experto en esos dodos, pero no creo que también
lo hagan.
—¿Me estás
diciendo —apuré los restos de la jarra e hice un gesto al viejo para que me
sirviera otra— que soy valiente?
—No, coño.
¿Qué idea tengo yo de sueños y de pájaros?
—Ya —respondí,
y me volví a sumir en las doradas profundidades de mi cáliz como si de un
espumoso océano se tratara. Pensé en el dodo, y en qué demonios tenía que ver
conmigo. ¿Cuándo habrá sido la última vez que leí algo sobre ellos? Tal vez
mirando las nubes de camino a casa la otra semana.
—He estado
pensando en tu dodo —me dijo el viejo después de un rato, cuando me servía ya
el tercer océano cautivo en jarra—. Creo que sólo te sientes perdido, fuera de
lugar, de ahí que te veas sólo como un pajarraco desaparecido.
—Sí, puede que
sea eso —contesté asombrado— ¿Sabes? Últimamente no escribo apenas. No consigo
concentrarme. No dejo de ver dodos imaginarios que me distraen con sus cacareos
sordos.
—¿Seguro que
estamos hablando de pájaros? ¿Qué tal las cosas por casa?
—Ya sabes, las
mismas humedades de siempre.
—Amigo, si
algo sabe todo el mundo es que las humedades nunca son como siempre. No dejan
de crecer como bolas de nieve hasta estrellarse contra algún árbol o alguna
roca. O en este caso hacer una gran gotera e inundar la cocina de la abuela del
piso de debajo. O mejor dicho, una gotera en tu coco.
Sonreí hacia
mis adentros, el viejo había vuelto a pasarse con las copas de vino entre
comanda y comanda, los mofletes rollizos se le habían teñido de carmesí, el
color de la sabionda ebriedad y la sincera lengua desatada. Terminé la jarra de
un trago. De la radio empezó a emanar un penetrante lamento. Una trompeta ronca
y grave como el silencio del campo tras una batalla, profunda como los abismos
y los cantos de ballenas. Me sentí tranquilo entonces y me prometí que algún
día echaría un dodo a volar.