Empezó tarareando algo así, y después silbó un estribillo
muy pegadizo. Ahora no recuerdo bien cómo era. Miró al horizonte entonces, más
allá de la arena y del blanco pentagrama que dibujaban las olas que rompían en
la orilla, más allá del azul.
—¿En qué piensas? —me dijo sin apartar la vista del océano.
—No lo sé —contesté—. Perdí el hilo.
Sin embargo, mi cabeza era como un gran ovillo pesado de
veras, con hebras de lana de todos los colores. Tantos había que me sentí
mareado y con un nudo en el estómago, tal vez de algún cordel que se me hubiera
colado detrás de la lengua por la garganta hasta la tripa.
Creo que alguien me ha cambiado la aguja de sitio o la he
perdido, y sin ella temo no ser capaz de enhebrar todo este
enredo en mi quijotera.
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