Juan hizo una
pequeña maleta de viaje dentro de su cabeza, apenas era un hatillo con unas
cuantas mudas limpias y tres pares de calcetines y aquel recuerdo pequeño que
no pesaba nada. Abrió la escotilla que está justo en la cocorota (que sólo se
puede abrir desde dentro) y trepó por ella con relativo esfuerzo para coronar
su coronilla con tal impulso, que levitó un buen rato sobre el remolino para
irse a posar de puntillas en la punta del pelo más alto, donde rebotó como si
fuera un trampolín y subió y subió y llegó a donde todo queda lejos.
El Grande Juan
siguió haciendo lo que de costumbre: compraba el pan en la panadería, calentaba
agua para los espaguetis, bebía cerveza en la travesía del patín y todos los
etcéteras que pueden ocurrirle a uno desde que se levanta por la mañana hasta que
se acuesta por la noche. Pero el Grande Juan se aburría ya de todo aquello y
por eso se le olvidaban las cosas.
Juan siguió
subiendo y subiendo y viendo su vida subir sin vivir sintió miedo. Agarró las
esquinas de su chaqueta para extenderla como las alas de un murciélago y así se
detuvo cerca de la región de las aurículas y los ventrículos. Sístole: ¿Dónde
está ella, la pieza que encaje con Juan? Diástole: Juan es uno en varios
idiomas, además, seguro que ella está por ahí cerca, en la Tierra.
El Grande Juan
se sienta en el retrete un par de veces al día y lee las noticias deportivas,
algo le hace cosquillas por detrás de las orejas y es que el Grande Juan sabe
que debería estar haciendo lo que le gusta.
Juan salió
disparado en otra dirección y en un parpadeo se asomó por la pupila. ¡Ay,
Grande Juan! —se lamentó— ¡Si es que no te puedo dejar solo ni un momento!
Y es por eso
que Juan (pero Juan Juan) fue esta mañana a la ferretería antes del desayuno; para
comprar una bombilla nueva.
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