Lu solía llevar una cacerola por
sombrero y un culo velloso como un melocotón color carne pálida. Masticaba
kikos MisterCorn y recordaba sus tesoros mientras gritaba por hobby sentado
sobre una caja de plástico rojo de la marca Coca-Cola. Un día salió a la calle
en blanco y negro de camisa y chaqueta y en calzoncillos a lo Geoff Stern y se fotografió
a sí mismo con algún tipo de artilugio y nos mandó un póster con la
instantánea. Lu se reía de nada y por todo y viceversa. Lu bailaba con la vida
en un abanico de formas y colores y cuando ésta le pisaba el pie, Lu seguía
bailando. Lu vivía perdido y feliz como una perdiz. Una vez se bañó en los
charcos de la noche para hacerse unos largos y empapado hasta el yeyuno siguió
bebiendo hasta el desayuno, que fue rico en sobrasada y en las lentejas de la
cena. Lu tocaba el theremín y el acordeón y a menudo un arpa de boca que
guardaba siempre en el bolsillo del pecho de una camiseta de Fido Dido que
nunca se quitaba. En otra ocasión, Lu fue a depilarse la sobaca a la peluquería
de Nati, entre comillas, y le confundieron con una bicicleta a la que se le había
salido la cadena; y Nati se pasó la mañana subiendo y bajando las escaleras
tosiendo y dando tumbos mientras fumaba tabaco rubio. Lu fue a navegar o de
pesca con su padre, llenaron la cesta con tres coma catorce pares de botas,
todas ellas del pie izquierdo; esa noche cenaron una ensalada. La madre de Lu
era una excepcional cantarina en la ducha, aunque su higiene dejaba un poco
bastante que desear; todos la queríamos mucho a ella también, lamentablemente
firmó sin querer un contrato para cantar en el gran escenario de las nubes, y
es tan estricto que no tiene tiempo para volver. Lu también perdió una pierna
en un accidente con un yogur, y se hizo implantar un xilófono por tibia y un
cascabel en el tobillo; el resto del pie era de un muerto. El vecino de abajo
de Lu era un gitano con una especie de brújula tatuada en un lado del pecho que
vendía perfumes en la placeta de los hermanos Arribas y que fumaba también
tabaco, pero negro; tenía diecisiete hijos, diecisiete, y todos se llevaban
bien. Lu jugaba al Tetris y al 25, pero nunca pasó del 13. Lu bebía moscatel on
the rocks los días impares con un verde y observaba cómo el sol hacía crecer
las plantas; los días pares las regaba. Cierta vez se vistió de gorila un día
que no era de carnavales y comió bananas encaramado a las farolas; se lo llevó
la perrera y nos cagamos de la risa. Cuando te sentías triste, Lu aparecía como
un mimo y pescaba tus penas con un anzuelo invisible y los echaba a la barbacoa
de mismo color para hacerse unas hamburguesas con queso como las de los niños
perdidos; con patatas, refresco, postre y regalo. Cuando Lu iba a la playa,
nadaba como una nutria o una suerte de cocker spaniel de pelo liso y surcaba
las olas como un pingüino; aunque un día le cogió una despistado y tragó tanta
mar que estuvo cagando líquido una semana. Volvió a nacer aquel día, pero igual
que todos los demás días. ¿Qué más decir de Lu? Uno siempre se quedará corto
hablando de Lu. Que me alegra haberle conocido; y que espero que no esté
muerto, porque ya hace como casi tres cuartos de hora que no sé nada de él.
23.9.14
2.9.14
Un mochuelo.
—La trampa del
juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedida— es que el tiempo nunca se
agota, y uno sólo puede intentar perder su partida con la mejor puntuación que
pueda conseguir.
Las noches en
el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias desde la muerte de
Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un instante casi podría
percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin
embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un distendido
bullicio aleatorio e inconexo.
El Círculo era la ocasión perfecta,
varias veces por semana, para que uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de
las reuniones del Club de la Serpiente, la montaña de la pitón, los alegres
bromistas y los payasos sagrados. El Círculo era un círculo vicioso, como todos
los círculos.
Después de la
muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido que cualquiera podría
encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos unos pocos los que nos
dejamos caer por aquí de vez en cuando.
Sorbí un poco
de la espesa espuma de mi stout y
abrí un viejo cuaderno de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar,
aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.
»Vagaba, una
vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de
arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un cielo blanco que apenas
se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal donde uno sólo puede
caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde
todo, todo, desaparece, o eso parece.
»Anduve un
rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de
sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empezar. Giré unas cuantas
veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en
algún momento aunque no me diera cuenta.
»Tras una o
dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia adelante. Y, con una
sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras del fondo de mi
bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gigante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes,
que sólo lo son en la distancia.
»Cuando estuvo
lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi mano y yo, cansado de estar
solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —me dijo—, hace siglos que
nadie se para a saludarme, todos me temen al verme tan terrible en la lejanía
con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo hacer daño a nadie.
»Charlamos
durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló
que su veneno era lo único que podría sacarme de ese desierto. —¡Y me lo dices
ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara con un arácnido cuando
podría estar en cualquier otro sitio!
»Confieso que
me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El
escorpión, asustado, habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y
alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.
»Desperté con
resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con
once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.
Aparté el
cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en
mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca dicen la verdad. Y
escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.
Y un mochuelo
en cada uno
de los hoyuelos
de su cadera,
la ladera
de los olivos
y el olvido.
Y así nos fuimos,
cada uno por su lado,
juntos.
Enviar por correo electrónicoEscribe un blogCompartir en XCompartir con FacebookCompartir en Pinterest
por
'P. Lavilha
0
comentarios
Etiquetas:
cabeza,
café Scolivola,
cerveza,
cielo,
círculo,
desierto,
escorpión,
gigante aparente,
hush,
juego,
mochuelo,
muerte,
poesía,
servilleta,
tiempo,
Tiger Lily,
vida
Suscribirse a:
Entradas (Atom)