—La trampa del
juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedida— es que el tiempo nunca se
agota, y uno sólo puede intentar perder su partida con la mejor puntuación que
pueda conseguir.
Las noches en
el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias desde la muerte de
Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un instante casi podría
percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin
embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un distendido
bullicio aleatorio e inconexo.
El Círculo era la ocasión perfecta,
varias veces por semana, para que uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de
las reuniones del Club de la Serpiente, la montaña de la pitón, los alegres
bromistas y los payasos sagrados. El Círculo era un círculo vicioso, como todos
los círculos.
Después de la
muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido que cualquiera podría
encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos unos pocos los que nos
dejamos caer por aquí de vez en cuando.
Sorbí un poco
de la espesa espuma de mi stout y
abrí un viejo cuaderno de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar,
aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.
»Vagaba, una
vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de
arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un cielo blanco que apenas
se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal donde uno sólo puede
caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde
todo, todo, desaparece, o eso parece.
»Anduve un
rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de
sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empezar. Giré unas cuantas
veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en
algún momento aunque no me diera cuenta.
»Tras una o
dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia adelante. Y, con una
sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras del fondo de mi
bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gigante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes,
que sólo lo son en la distancia.
»Cuando estuvo
lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi mano y yo, cansado de estar
solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —me dijo—, hace siglos que
nadie se para a saludarme, todos me temen al verme tan terrible en la lejanía
con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo hacer daño a nadie.
»Charlamos
durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló
que su veneno era lo único que podría sacarme de ese desierto. —¡Y me lo dices
ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara con un arácnido cuando
podría estar en cualquier otro sitio!
»Confieso que
me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El
escorpión, asustado, habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y
alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.
»Desperté con
resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con
once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.
Aparté el
cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en
mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca dicen la verdad. Y
escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.
Y un mochuelo
en cada uno
de los hoyuelos
de su cadera,
la ladera
de los olivos
y el olvido.
Y así nos fuimos,
cada uno por su lado,
juntos.
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