El día que llegó la carta, salí a
celebrarlo. Estaba cansado ya de los lunáticos de Oakriver y alrededores y el
viejo asunto del señor Dood aún me tenía de los nervios. Mi vida no se dirigía
verdaderamente a ningún sitio y mi rojiza barba seguía creciendo; necesitaba
alejarme de todo aquello.
Había tratado
de conseguir un puesto en la Cruz Roja, pero mis antecedentes profesionales me
lo impidieron. Decidí probar suerte en un extraño lugar; una granja cerca de
Killarney donde se hacía terapia con caballos autistas o algo así y, para mi
sorpresa, me aceptaron.
Al bajar del
autobús, me até los cordones. Y así, como fruto de una invocación al rozarse
los herretes entre sí como una suerte de baquetas mágicas, surgió el viejo Paul
de entre los charcos.
Llevaba una
cazadora polar granate y una caracola colgando del cuello. Sus botas se veían
nuevas y al caminar se notaba que le hacían daño, pero lo que no había cambiado
en él era esa expresión autocomplaciente, esa mirada callada, esa sonrisa
perdida.
Tomamos unas
pintas de Murphy’s en el Paco’s y nos pusimos al día tras el otoño. Él me habló
de sus escritos entre comillas y yo le hice un bosquejo de mi ensayo sobre cómo
el kétchup cambió el devenir de los tiempos. Pagó Paul la cuenta y maldijo:
—Desde que no está Paco aquí ponen unos precios de locos.
Subimos por
las humedecidas calles mientras recordaba aquella vez, no hacía demasiado, que
Paul me llamó para una consulta. Estaba él en un pueblecito cerca del mar
pasando unos días con Szyslak, un misterioso agente al que ya conocía de otros
episodios. Aquel día lo pasé bordeando la costa desde Greenbay en mi vieja moto
bajo el sol, y por la noche nos fuimos a la playa a beber cerveza y a contar
historias. Pasamos las horas obnubilados y subió la marea. Y del vapor de
nuestros alientos se formó tal niebla que ya no recuerdo cómo conseguimos
volver.
Paramos en
otro mar donde Paul se pidió la cerveza del urogallo y yo una copa, nos
sirvieron pipas y las masticamos mientras elucubrábamos acerca del propósito de
la noche.
—Como en los
viejos tiempos, Howie-ho —dijo él, y me lo pintarrajeó en la cartera. Rompió
una servilleta en pedazos y se fabricó un puzzle mientras yo iba a mear y,
después, anotó algo en su cuaderno y se fue al baño. Volvió con la cara
empapada.
—Cómo pasa el
tiempo —dijo, o le dije. Yo qué sé.
—Vamos a
tomarnos un chupito de los del ciervo y con hierbas —respondió el otro.
Bebimos sendos
tragos y entonces Paul me habló de un sueño que se le repetía en el que
compartía un jacuzzi con los ángeles de Charlie y la rubia era cuentacuentos,
la oriental era fotógrafa y la pelirroja era poetisa.
—Y tú —dijo
cuando terminó— ¿psicoligas?
—Sólo las
mentes —respondí—. Rollo Platón.
Paul defendió
el uso recreativo de la marihuana como dos veces creativo y nos quedamos
mirando a la gente con cara de pantera y nos sentimos zorros y chacales.
Tuve hace
tiempo un paciente, un tal Apolo Slondo, que ingresó con un ataque de risa al
oír el pedo de un niño en Vondelpark. Le escaneamos cientos de veces el cerebro
y en todos salía con una Venus de Willendorf alojada en la glándula pineal.
Por la
pantalla de la televisión apareció Pepe Colubi afirmando que le daba asco su
propio semen y decidimos que aún teníamos trece pecados por cometer aquella
noche y cambiamos de bar para empezar el via crucis.
Bebimos más
cerveza y yo, tomando asiento en el diván, confesé mi problema. Y es que cuando
voy borracho veo el tocar culos demasiado gratificante y, no sé, no puedo
contenerme. Lo malo que pueda salir de tal situación merece la pena en
comparación con lo bueno, que es, de hecho, palpar nalga. Me puede. Es más que
un hobbie. Soy adicto. Lo admito. De lo peor. Pero me gusta.
Una noche, por
aquí cerca, nos encontramos a Marla bailando con su vestido de novia hecho
retales y el rimmel corrido por sus mejillas. Village tenía la sonrisa del
joker pintada y se movía sin tocar el suelo. Marla y yo nos besamos aquella
noche, y ahora ella está lejos.
Estuvimos
callados un buen rato mientras bebíamos nuestras botellas. Paul me enseñó
entonces una foto en la pared en la que salía el mismo bar y nosotros
aparecíamos en ella con cerveza en la mano mirando una foto en la pared que era
la misma foto que mirábamos en ese momento en la realidad y todo aquello formó
un bucle y un montón de etcéteras y nos mareamos y cambiamos de bar.
—Howard
Gilliam —comenzó a narrar Paul mientras el fresco viento de la noche nos mecía—
natural de Langostinas, La Pola. Un poquitín más pa’ allá, metido pa’ las
montañas. Se doctoró en psicología por la Univerza
v Ljubljani con dudosas calificaciones. Desde entonces ha protagonizado
varios de los más descabellados capítulos de la historia de la perversión
médica en el presente siglo. Llegando incluso a ser cómplice del ocultamiento
de un cadáver a espaldas de las autoridades. Dicen que se comió su propia mano
mientras esperaba en la cola para un kebab. Otros dicen que nació con cola.
Me entró un hipo
cósmico y nos fuimos por donde los gatos negros y la calle oscura. Paul me
enseñó una foto de dos rubias. Una era yo, la otra un tipo que conocía.
En la puerta
del Rocket me encontré con una colega psicóloga y me sentí enamorado, pero nos
quedamos Paul y yo bebiendo sentados junto a un barril y por los altavoces
Robert Plant cantaba Babe, I’m gonna leave you. Y Paul decía que se lo iba a
pasar teta, aunque fuera a morir pobre y yo tiré sin querer mi cerveza y me di
cuenta de que ya no me atrevía a enamorarme.
Seguimos
trasegando en bares y recordé a otro paciente, un hombre topo que se había
tirado desde un puente entre Buda y Pest y había aterrizado en un árbol. Cuando
lo rescataron los bomberos estaba colgando de una rama como un koala y haciendo
ruidos de mapache con seis cuerdas vocales.
Hay un asunto
que me mosquea y es que todos estos casos en los que me he visto envuelto
guardan una misteriosa relación. No sabría decir qué es, pero sé que está ahí.
Necesito verlo todo desde otra perspectiva, alejarme por un tiempo. Por eso me
voy con los caballos autistas.
—¿Qué hora ye?
—Las cuatro y
veinte.
—Eso explica
esta humareda.
—Ya… bueno, me
marcho.
—Vale. Si
fuera tú y estuviera aquí conmigo, yo también me marcharía.