29.11.14

Howard se va de gaupasa.

         El día que llegó la carta, salí a celebrarlo. Estaba cansado ya de los lunáticos de Oakriver y alrededores y el viejo asunto del señor Dood aún me tenía de los nervios. Mi vida no se dirigía verdaderamente a ningún sitio y mi rojiza barba seguía creciendo; necesitaba alejarme de todo aquello.

         Había tratado de conseguir un puesto en la Cruz Roja, pero mis antecedentes profesionales me lo impidieron. Decidí probar suerte en un extraño lugar; una granja cerca de Killarney donde se hacía terapia con caballos autistas o algo así y, para mi sorpresa, me aceptaron.

         Al bajar del autobús, me até los cordones. Y así, como fruto de una invocación al rozarse los herretes entre sí como una suerte de baquetas mágicas, surgió el viejo Paul de entre los charcos.

         Llevaba una cazadora polar granate y una caracola colgando del cuello. Sus botas se veían nuevas y al caminar se notaba que le hacían daño, pero lo que no había cambiado en él era esa expresión autocomplaciente, esa mirada callada, esa sonrisa perdida.

         Tomamos unas pintas de Murphy’s en el Paco’s y nos pusimos al día tras el otoño. Él me habló de sus escritos entre comillas y yo le hice un bosquejo de mi ensayo sobre cómo el kétchup cambió el devenir de los tiempos. Pagó Paul la cuenta y maldijo: —Desde que no está Paco aquí ponen unos precios de locos.

         Subimos por las humedecidas calles mientras recordaba aquella vez, no hacía demasiado, que Paul me llamó para una consulta. Estaba él en un pueblecito cerca del mar pasando unos días con Szyslak, un misterioso agente al que ya conocía de otros episodios. Aquel día lo pasé bordeando la costa desde Greenbay en mi vieja moto bajo el sol, y por la noche nos fuimos a la playa a beber cerveza y a contar historias. Pasamos las horas obnubilados y subió la marea. Y del vapor de nuestros alientos se formó tal niebla que ya no recuerdo cómo conseguimos volver.

         Paramos en otro mar donde Paul se pidió la cerveza del urogallo y yo una copa, nos sirvieron pipas y las masticamos mientras elucubrábamos acerca del propósito de la noche.

         —Como en los viejos tiempos, Howie-ho —dijo él, y me lo pintarrajeó en la cartera. Rompió una servilleta en pedazos y se fabricó un puzzle mientras yo iba a mear y, después, anotó algo en su cuaderno y se fue al baño. Volvió con la cara empapada.
         —Cómo pasa el tiempo —dijo, o le dije. Yo qué sé.
         —Vamos a tomarnos un chupito de los del ciervo y con hierbas —respondió el otro.

         Bebimos sendos tragos y entonces Paul me habló de un sueño que se le repetía en el que compartía un jacuzzi con los ángeles de Charlie y la rubia era cuentacuentos, la oriental era fotógrafa y la pelirroja era poetisa.

         —Y tú —dijo cuando terminó— ¿psicoligas?
         —Sólo las mentes —respondí—. Rollo Platón.

         Paul defendió el uso recreativo de la marihuana como dos veces creativo y nos quedamos mirando a la gente con cara de pantera y nos sentimos zorros y chacales.

         Tuve hace tiempo un paciente, un tal Apolo Slondo, que ingresó con un ataque de risa al oír el pedo de un niño en Vondelpark. Le escaneamos cientos de veces el cerebro y en todos salía con una Venus de Willendorf alojada en la glándula pineal.

         Por la pantalla de la televisión apareció Pepe Colubi afirmando que le daba asco su propio semen y decidimos que aún teníamos trece pecados por cometer aquella noche y cambiamos de bar para empezar el via crucis.

         Bebimos más cerveza y yo, tomando asiento en el diván, confesé mi problema. Y es que cuando voy borracho veo el tocar culos demasiado gratificante y, no sé, no puedo contenerme. Lo malo que pueda salir de tal situación merece la pena en comparación con lo bueno, que es, de hecho, palpar nalga. Me puede. Es más que un hobbie. Soy adicto. Lo admito. De lo peor. Pero me gusta.

         Una noche, por aquí cerca, nos encontramos a Marla bailando con su vestido de novia hecho retales y el rimmel corrido por sus mejillas. Village tenía la sonrisa del joker pintada y se movía sin tocar el suelo. Marla y yo nos besamos aquella noche, y ahora ella está lejos.

         Estuvimos callados un buen rato mientras bebíamos nuestras botellas. Paul me enseñó entonces una foto en la pared en la que salía el mismo bar y nosotros aparecíamos en ella con cerveza en la mano mirando una foto en la pared que era la misma foto que mirábamos en ese momento en la realidad y todo aquello formó un bucle y un montón de etcéteras y nos mareamos y cambiamos de bar.

         —Howard Gilliam —comenzó a narrar Paul mientras el fresco viento de la noche nos mecía— natural de Langostinas, La Pola. Un poquitín más pa’ allá, metido pa’ las montañas. Se doctoró en psicología por la Univerza v Ljubljani con dudosas calificaciones. Desde entonces ha protagonizado varios de los más descabellados capítulos de la historia de la perversión médica en el presente siglo. Llegando incluso a ser cómplice del ocultamiento de un cadáver a espaldas de las autoridades. Dicen que se comió su propia mano mientras esperaba en la cola para un kebab. Otros dicen que nació con cola.

         Me entró un hipo cósmico y nos fuimos por donde los gatos negros y la calle oscura. Paul me enseñó una foto de dos rubias. Una era yo, la otra un tipo que conocía.

         En la puerta del Rocket me encontré con una colega psicóloga y me sentí enamorado, pero nos quedamos Paul y yo bebiendo sentados junto a un barril y por los altavoces Robert Plant cantaba Babe, I’m gonna leave you. Y Paul decía que se lo iba a pasar teta, aunque fuera a morir pobre y yo tiré sin querer mi cerveza y me di cuenta de que ya no me atrevía a enamorarme.

         Seguimos trasegando en bares y recordé a otro paciente, un hombre topo que se había tirado desde un puente entre Buda y Pest y había aterrizado en un árbol. Cuando lo rescataron los bomberos estaba colgando de una rama como un koala y haciendo ruidos de mapache con seis cuerdas vocales.

         Hay un asunto que me mosquea y es que todos estos casos en los que me he visto envuelto guardan una misteriosa relación. No sabría decir qué es, pero sé que está ahí. Necesito verlo todo desde otra perspectiva, alejarme por un tiempo. Por eso me voy con los caballos autistas.

         —¿Qué hora ye?
         —Las cuatro y veinte.
         —Eso explica esta humareda.
         —Ya… bueno, me marcho.

         —Vale. Si fuera tú y estuviera aquí conmigo, yo también me marcharía.

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