21.12.14

Wloski.

         Era una noche gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entreabierta por el agotamiento, se congelaba en el aire, salpicando mis roídas botas con un tintineo como si fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de araña. No hay hogar al que volver. Intentaba en vano templarme con mis propias manos en un abrazo solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá. Ni siquiera podía recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no. Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha blanca diluida en aquel cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni siquiera una triste cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante para no morir congelado. Como todos. Como todos los pocos que aún vagaban.

         Vi una luz más allá. Una luz cálida. Titilante.  Y entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no habría de preocuparme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis pupilas cansadas, que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro vagabundo deshecho. Como yo.

         —¿Puedo sentarme? —le pregunté.
         —Sí, pero no ahí —respondió con voz ronca y congestionada—; he vomitado.

         Coloqué unos cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la luz del fuego y me senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Morados. No recordaba que fueran de aquel color la última vez que había reparado en ellos. La fogata crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento huía con el humo buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este frío. O quizá sólo escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.

         —¿Eso es una nuez? —le interrogué.
         —No —respondió.
         —¿Te la vas a comer? —volví a preguntar.
         —No —dijo él.
         —¿Me la das? —inquirí entonces.
         —No. No. De ninguna manera. No —sentenció.
         —Parece una semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la enseñas?
         —No es ninguna semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por eso me extraña que hayas podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.

         Entre su arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y ovalada pieza. Era de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atravesaban de arriba abajo. Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte inferior tenía un nudo extraño y en la superior, donde se encontraban los surcos, una pequeña ranura.

         —¿Has probado con un cuchillo? —pregunté.
         —¿Cómo dices?
         —Que si has probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por esa ranura.
         —¿Y por qué querría abrirlo?
         —No sé. Ni siquiera me has dicho qué demonios es.
         —Esto… —empezó a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.
         —Vale —respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí. Bastante tengo ya con este frío.
         —Sabía que no me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Estando aquí. En mi bolsillo. Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para que se rieran de mí y me tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Conmigo iba a estar mejor. De todas formas, cuando empezó este invierno sin fin, la gente dejó de preocuparse por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar en otra cosa que no sea este frío. Este maldito frío.
         —¿Qué le pasó? —pregunté, entre incrédulo e intrigado.
         —Cambió —dijo él—. Se transfiguró sin más.
         —Ya. Quiero decir… ¿Cómo?
         —Fue hace muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se disculpó.
         —Hombre, nadie se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Supongo que mostraría antes algún síntoma o algo.
         —Amigo, si hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tanto especial. Repleto de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras llamarlo. Wloski era poeta. Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y ahí mismo fue donde yo le conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel entonces y la utilizaba mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y cuando se doblaba la horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para arreglarlo todo. ¡Y qué bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una bicicleta, su mente iba componiendo poemas que recitaba para sí. Yo nunca oí ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era sencillamente Wloski. Mi amigo Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bicicletas. Si hubiera sabido entonces que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera interesado más por sus poemas. Pero cuando uno vive despreocupado y dando pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.

         »Un día fui a verle para que me cambiara una válvula que se había roto. Era martes. Lo sé porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora ya no como brécol nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero aquella vez no me dio la mano como era costumbre entre nosotros. Se chupaba un dedo como intentando extraer el veneno que le hubiera inyectado una víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido un padrastro malvado en un dedo y me molesta hasta cuando consigo olvidarme de él”. Me enseñó su dedo y efectivamente aquello estaba inflamado como un zepelín escarlata. Le dije que no se preocupara. Que se pasaría en un par de días. O tres, como mucho.

         »Precisamente tres días después se me reventó un neumático con un guijarro especialmente afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reemplazarlo por uno nuevo, Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que sus manos habían crecido descomunalmente y se habían agarrotado en forma de pinza. El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cambié el neumático pinchado por uno nuevo que me ofreció. Sus manos parecían las mismas manos que siempre y no le di mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza también había crecido y la sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las rendijas de los oídos y la nariz se le colaban unos torbellinos galopantes que daban vueltas ahí dentro y hacían que perdiera el equilibrio.

         »Al cabo de otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada vez le notaba más ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus manos. Sobre una de sus pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba sinsentidos como que se le había salido la cadena o que con los brazos endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba un buen engrasado. Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.

         »Intenté que viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí mismo. Obnubilado. Y ya.

         —¿Y qué pasó entonces? —pregunté.
         —No estoy muy seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba esto en su silla —me mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como ya te dije antes, no se lo conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera creído. Nadie. No. No. Nadie. Y después llegó este frío y todo el mundo se quedó solo. Y yo al menos tengo esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los dedos—. Y aunque no me salude. Ni sonría. Como antes. Ni tenga yo una bicicleta que pueda repararme. A veces, cuando me duermo tiritando junto al fuego. Con Wloski en la mano. Sueño con sus poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas. Aunque al despertar… no consigo recordarlos.

1.12.14

De anacardos y Anacarsis.

Con  las prisas, olvidé el tabaco en casa y maldije entre dientes mientras me subía la cremallera de la cazadora. Caminaba a paso raudo por las encharcadas calles esquivando transeúntes e ignorando las luces rojas con la mirada perdida entre los adoquines. No llegaba tarde realmente, pero estaba ansioso de veras por la cita y no podía quedarme en casa esperando así sin más.

No tardé en llegar al bar donde habíamos quedado para un par de horas después. Y es que cuando estoy nervioso me sale ir deprisa y aparezco antes de tiempo, así me acostumbro al entorno y me siento más cómodo.

Aquel sitio no estaba mal, destacaba por ser un perfecto bar cualquiera. Sobre la barra de madera los expositores de raciones resplandecían a la luz de las lámparas y mostraban marcas de dedos en sus cristales. La televisión emitía un documental para adultos sobre los ligres con una rayita de volumen y el único camarero, entre viejo y bastante viejo, secaba un vaso con un trapo mientras parloteaba con un parroquiano solitario, entre viejísimo y cadáver, que sujetaba un palillo entre los dientes.

Posé mi trasero en un taburete y acerqué otro reservado para mi inminente acompañante. Y, después de unos instantes que aproveché para mirar la hora en el teléfono al menos un par de veces, me aclaré la garganta ruidosamente para que el camarero se percatara de mi presencia.

—¡Hola! —le dije en cuanto capté su atención— ¿Me pone una caña, por favor?  

El camarero hizo un gesto afirmativo con la cabeza y yo me quedé pensando en si mi voz había sonado un tono y medio más aguda o eran imaginaciones mías. Me serví una servilleta y la arrugué entre los dedos mientras esperaba la cerveza, mis manos temblaban y estaban húmedas por el sudor. Pensé que me estaba volviendo líquido por dentro y que además tenía importantes fugas en los poros.

Entonces el tipo dejó el vaso de cerveza en mi parte de la barra con tal estruendo que pegué un respingo que por poco me tira del taburete. Cuando recuperé el equilibrio me sirvió unos anacardos.

Bebí un trago y me sentí relajado. Al segundo trago me sumergí en los placeres y bondades del lúpulo y la cebada y al tercero pensé en que tal vez estaba llamando demasiado la atención por algo que hacía y entonces decidí probar los frutos secos.

 El bocado resultó tan crujiente como salado y, del bolo que se me hizo, tuve que tomar un cuarto sorbo para que aquello pasase. Y, mientras tragaba, me acordé de Anacarsis.

Fui a posar el vaso en la barra con tan poco tino que éste se deslizó de entre mis dedos y fue a aterrizar en mi regazo, empapándome los pantalones.

—¡Mosquis, me he meao! —musité. Y ya no supe qué hacer. Aún faltaba un rato para que ella llegara pero no lo suficiente como para que mis pantalones se secaran, tampoco tenía tiempo de volver a casa para cambiarme y eso ya fue demasiado para mí. Me puse blando y tembloroso como una suerte de flan con barba y ropa y después me deshice. Y me vi de nuevo encogido en la cuna siendo un bebé mojado. En ese momento me di cuenta de que necesitaba un cambio.