Con las prisas, olvidé el tabaco en casa y
maldije entre dientes mientras me subía la cremallera de la cazadora. Caminaba
a paso raudo por las encharcadas calles esquivando transeúntes e ignorando las
luces rojas con la mirada perdida entre los adoquines. No llegaba tarde
realmente, pero estaba ansioso de veras por la cita y no podía quedarme en casa
esperando así sin más.
No
tardé en llegar al bar donde habíamos quedado para un par de horas después. Y
es que cuando estoy nervioso me sale ir deprisa y aparezco antes de tiempo, así
me acostumbro al entorno y me siento más cómodo.
Aquel
sitio no estaba mal, destacaba por ser un perfecto bar cualquiera. Sobre la
barra de madera los expositores de raciones resplandecían a la luz de las
lámparas y mostraban marcas de dedos en sus cristales. La televisión emitía un
documental para adultos sobre los ligres con una rayita de volumen y el único
camarero, entre viejo y bastante viejo, secaba un vaso con un trapo mientras
parloteaba con un parroquiano solitario, entre viejísimo y cadáver, que
sujetaba un palillo entre los dientes.
Posé
mi trasero en un taburete y acerqué otro reservado para mi inminente
acompañante. Y, después de unos instantes que aproveché para mirar la hora en
el teléfono al menos un par de veces, me aclaré la garganta ruidosamente para
que el camarero se percatara de mi presencia.
—¡Hola!
—le dije en cuanto capté su atención— ¿Me pone una caña, por favor?
El
camarero hizo un gesto afirmativo con la cabeza y yo me quedé pensando en si mi
voz había sonado un tono y medio más aguda o eran imaginaciones mías. Me serví
una servilleta y la arrugué entre los dedos mientras esperaba la cerveza, mis
manos temblaban y estaban húmedas por el sudor. Pensé que me estaba volviendo
líquido por dentro y que además tenía importantes fugas en los poros.
Entonces
el tipo dejó el vaso de cerveza en mi parte de la barra con tal estruendo que
pegué un respingo que por poco me tira del taburete. Cuando recuperé el
equilibrio me sirvió unos anacardos.
Bebí
un trago y me sentí relajado. Al segundo trago me sumergí en los placeres y
bondades del lúpulo y la cebada y al tercero pensé en que tal vez estaba
llamando demasiado la atención por algo que hacía y entonces decidí probar los frutos
secos.
El bocado resultó tan crujiente como salado y,
del bolo que se me hizo, tuve que tomar un cuarto sorbo para que aquello
pasase. Y, mientras tragaba, me acordé de Anacarsis.
Fui
a posar el vaso en la barra con tan poco tino que éste se deslizó de entre mis
dedos y fue a aterrizar en mi regazo, empapándome los pantalones.
—¡Mosquis,
me he meao! —musité. Y ya no supe qué hacer. Aún faltaba un rato para que ella
llegara pero no lo suficiente como para que mis pantalones se secaran, tampoco
tenía tiempo de volver a casa para cambiarme y eso ya fue demasiado para mí. Me
puse blando y tembloroso como una suerte de flan con barba y ropa y después me
deshice. Y me vi de nuevo encogido en la cuna siendo un bebé mojado. En ese
momento me di cuenta de que necesitaba un cambio.
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