1.12.14

De anacardos y Anacarsis.

Con  las prisas, olvidé el tabaco en casa y maldije entre dientes mientras me subía la cremallera de la cazadora. Caminaba a paso raudo por las encharcadas calles esquivando transeúntes e ignorando las luces rojas con la mirada perdida entre los adoquines. No llegaba tarde realmente, pero estaba ansioso de veras por la cita y no podía quedarme en casa esperando así sin más.

No tardé en llegar al bar donde habíamos quedado para un par de horas después. Y es que cuando estoy nervioso me sale ir deprisa y aparezco antes de tiempo, así me acostumbro al entorno y me siento más cómodo.

Aquel sitio no estaba mal, destacaba por ser un perfecto bar cualquiera. Sobre la barra de madera los expositores de raciones resplandecían a la luz de las lámparas y mostraban marcas de dedos en sus cristales. La televisión emitía un documental para adultos sobre los ligres con una rayita de volumen y el único camarero, entre viejo y bastante viejo, secaba un vaso con un trapo mientras parloteaba con un parroquiano solitario, entre viejísimo y cadáver, que sujetaba un palillo entre los dientes.

Posé mi trasero en un taburete y acerqué otro reservado para mi inminente acompañante. Y, después de unos instantes que aproveché para mirar la hora en el teléfono al menos un par de veces, me aclaré la garganta ruidosamente para que el camarero se percatara de mi presencia.

—¡Hola! —le dije en cuanto capté su atención— ¿Me pone una caña, por favor?  

El camarero hizo un gesto afirmativo con la cabeza y yo me quedé pensando en si mi voz había sonado un tono y medio más aguda o eran imaginaciones mías. Me serví una servilleta y la arrugué entre los dedos mientras esperaba la cerveza, mis manos temblaban y estaban húmedas por el sudor. Pensé que me estaba volviendo líquido por dentro y que además tenía importantes fugas en los poros.

Entonces el tipo dejó el vaso de cerveza en mi parte de la barra con tal estruendo que pegué un respingo que por poco me tira del taburete. Cuando recuperé el equilibrio me sirvió unos anacardos.

Bebí un trago y me sentí relajado. Al segundo trago me sumergí en los placeres y bondades del lúpulo y la cebada y al tercero pensé en que tal vez estaba llamando demasiado la atención por algo que hacía y entonces decidí probar los frutos secos.

 El bocado resultó tan crujiente como salado y, del bolo que se me hizo, tuve que tomar un cuarto sorbo para que aquello pasase. Y, mientras tragaba, me acordé de Anacarsis.

Fui a posar el vaso en la barra con tan poco tino que éste se deslizó de entre mis dedos y fue a aterrizar en mi regazo, empapándome los pantalones.

—¡Mosquis, me he meao! —musité. Y ya no supe qué hacer. Aún faltaba un rato para que ella llegara pero no lo suficiente como para que mis pantalones se secaran, tampoco tenía tiempo de volver a casa para cambiarme y eso ya fue demasiado para mí. Me puse blando y tembloroso como una suerte de flan con barba y ropa y después me deshice. Y me vi de nuevo encogido en la cuna siendo un bebé mojado. En ese momento me di cuenta de que necesitaba un cambio.

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