16.12.15

Mo.

Ayer no, ayer no, al otro, ocurrió una cosa.

         Circulaba distraído por la A-440 con una mano descansando sobre el volante y la otra escrutando los diales en busca de la emisora apropiada cuando algo impactó contra el parabrisas dejando una deliciosa mancha sanguinolenta con forma de charco y un manojo de plumas desperdigadas alrededor.

         Aceleré la marcha. Lo sentí por el pájaro, pero yo ya poco podría hacer, así que activé los limpias. Tenía prisa por llegar a casa y cortarme las uñas, pues me estaba quedando sin calcetines. Y además estaba todo aquel asunto de la fiesta de bienvenida de Bubbs, en el Diapasón, a la cual ya llegaba tarde hasta para la despedida.

         Dejé el coche en la esquina de Pachydermes con Testudo y enfilé la calle cuesta arriba cargando a mis espaldas el regalo para Bubbs; un pesado paquete cuyo contenido ignoraba. Cosas de los muchachos, les encantan las sorpresas.

         Cuando aún me quedaban unas cuatro cuadras para llegar a mi departamento, a la altura de la rúa Parnaso, me topé con el viejo Mo. Mo era el viejo mimo de mi barrio, tan viejo como el barrio mismo, y mimo desde antes de ser viejo; todo un personaje. Mo llevaba cada lado del rostro pintado de un color: El izquierdo era blanco como un periódico usado, y la fingida sonrisa rosa le llegaba hasta la oreja. El derecho, en cambio, era negro como una ceguera, y en la mejilla lucía un cuarto menguante pintarrajeado en dorado, o tal vez fuera una banana mojada.

         Me paré junto a él, pues me hizo un gesto con su dedo corazón enfundado en un guante blanco, y le pregunté que qué le pasaba.

—¿Qué te pasa, Mo? —le dije.

         Mo se señaló a sí mismo con ambos pulgares y después dirigió su dilatado índice hacia mi cintura, como refiriéndose a mi trasero, y al final se puso a dar patadas al aire con sus babuchas color crema. Yo le dije:

—Así que quieres patearme el trasero, ¿eh?

         Se llevó las manos a la cara como en aquella película de Munch, la del crío solo en casa, y, en un instante, se había encaramado a la farola trepando como un simio y me amenazaba desde lo alto con el puño y haciendo muecas de exabruptos.  

         Caí presa del pánico. Desde luego, eso no me lo esperaba. Dejé el paquete en el suelo y, con las manos temblorosas, me apresuré a sacar unas monedas del bolsillo y las arrojé en su sombrero. Tiré también la cartera y unos cromos que no tenía repetidos y salí huyendo calle abajo.

         Atravesé la praça do Ninho Basura como un salivazo de neutrinos y, al doblar por rúe Flâneur, me crucé con mi casera, maldita, y la esquivé de un quiebro. Galopé por los bordillos como si la acera fuera lava y terminé subido, no sé cómo, a la escalera de incendios de aquel edificio de ladrillo mustio y color de plomo que tan poco nos gusta y que tanto evitamos.

         Desde arriba, desde arriba huele a polvo en Estagira. El cielo se ve blanco como un oso polar albino y los coches no se escuchan, se oye un río. Un torrente de sollozos y quejidos en todas direcciones. Desde arriba lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Mo. Y me bajé.

         Llegué al Diapasón con una suela rota y la cremallera del forro atascada a medio abrigar. Me senté frente a Policarpo el fructífero bajo las torres del momento y solicité un chorrito de bilis negra que empapara la cerveza.

—Se te ve hecho un asco —dijo Poli.
—Yo qué sé —mascullé—. ¿Ha llegado Bubbs?
—Perdió el tren, ya sabes, la resaca.
—Eso está bien, yo hoy maté a un pájaro.
—¡Bah, seguro que se lo merecía!
—¿Y éstos? Quiero decir, ¿No vienen?
—Hasta mañana no creo que aparezca nadie por aquí, no hasta que llegue Bubbs. Tú has ido a recoger el regalo, ¿Verdad?
—Sí, sí, está donde Mo. Me la ha jugado otra vez.
—Estupendo.
—Oye, ¿Tú sabes qué pollas es?
—Ni idea, ya sabes cómo les gustan las sorpresas.

10.12.15

Pleura.

Bien, no sé cómo empezar esto. Es todo muy confuso. Las sienes me palpitaron al principio, estaba tumbado, y sentí como si la garganta se me precipitara hacia la pleura. Pleura. No estoy seguro de si se dice así. Pleura. Da igual. Me incorporé y la pieza se quedó así, torcida. Busqué las gafas en la mesilla y me topé con mi dentadura en su tarro, como un mal sueño. Mi cuerpo estaba definitivamente al derecho, tal vez algo inclinado, sin duda eran mis ojos, o algún cable acá metido, los que se decidían a quedarse del revés. Lo achaqué a que serían cosas de la gravedad y me planté frente al espejo y saludé al que hay tras él. No me vi muy diferente, al fin y al cabo, ¿quién mira a quién? O eso que dicen. No sé. De todas formas cada uno se fue por su lado y ya no nos volvimos a encontrar. Me puse mi sudadera verde, la de Carpio el carpintero. Y unos pantalones tal que así. Y lo de arriba por sombrero. Aboclé mis calcetines contra ese mueble de allí, dejando en el zócalo onduladas dunas de arena para gatos, con caca y demás; un asco. Y después compré bombillas, pero sólo se me ocurrió una, y bastante floja. De modo que, en fin, no sé cómo me dio por empezar esto. Supongo que ya no me palpita ni una sien, y me siento bien sentado. Me estoy bebiendo una cerveza y… bueno, ahora después me lio un cigarro. Mis dientes, los que sean, siguen en su sitio, juicio arriba, juicio abajo. Evidentemente. Y por el momento, en lo que respecta a la pieza, la de acá, tan torcida como siempre, quién sabe, los cimientos, quizá qué.

Roland Topor