3.7.16

Veinte mil leguas de todo alrededor.

Un ejército de silencio deambulaba silbando alientos de noche por cada esquina. Las ventanas sordas humeaban cándidas y llenas de sueño. El pequeño hombre absurdo sigue la consigna entonces; esto es encender o apagar el farol según convenga.

Me levanté de una voltereta y me sacudí el sosiego con otro giro y sendos aspavientos. Se trata de mi primera noche en la pajarería, nada menos, y quiero llegar bien guapo y vacío de cuajo.

Si realmente hay algo que caracteriza al barrio de San Lundo, es que uno jamás pasa dos veces por el mismo pedrusco; como mucho uno puede zigzaguear como un alfil en manga corta para evitar andar en círculos, pero siempre se acaba virando a la deriva por el disco geográfico sin rumbo ni despedida.

Libis, disfrazado de dandy o de flâneur nocturno, sopla callado su copita de ajenjo y se mancha el cuello de la camisa, sin darse cuenta.

Luego de un rato, lo ves flotando, justo ahí, levitando delicado, deslizándose con los pies sin suelo.

—Toc, toc.
—¿Quién es?
—Yo, ¿y tú?
—Pues yo también.

Antes este chaflán no era más que un solar en penumbra con escombros acá y acullá y una peste a meados inquebrantable. Después vino el ladrillo y se instaló con él el gordo de Nerev, con sus cuchillos resplandecientes despedazando tripas y chacina a doscientos lembos la libra, envueltos en las sanguinolentas páginas sepia de los diarios.

Más tarde los vecinos se cansaron de la casquería y Nerev se marchó sin más. Era una tarde soleada.

Fue a ocupar su lugar un extraño como de otro mundo. Se hacía llamar Reaunoff y vendía cornucopias de latón y jarabe de membrillo. Pero la verdad es que, si acaso, le comprábamos sólo las estampas de correos cuando necesitábamos algo de cambio para llenar la giba.

Éste se fue otro día, por la mañana, dejando un rastro amarillo gallina hasta el cielo y un tacto como a serrín contra los tímpanos; un auténtico engorro.

Después de la segunda fermentación se produce una carbonatación natural, y llegaron los lunáticos de Ille di Gazy, y se defenestraron por el palomar dejándose las colillas encendidas y provocando el famoso incendio de Testudo del setenta y seis.

A continuación, granizó.

Luego las pestes, aquella plaga incómoda, los tres seísmos y sus respectivas réplicas, la huelga de peleteros, otra vez el solar en penumbra, los escombros, los meados, los etcéteras, el cisco de las pulgas y, por fin, la pajarería de la señora Levono, coincidiendo con la apertura del bulevar de Pachydermes; emblemático epiperímetro y tendón calcáneo de la carismática prefectura lundonita.

La señora Levono disfrutaba de su viudez y de una hidrocefalia congénita a partes iguales; placeres que sólo competían con una verdadera e imperturbable devoción por el fumar en sandía. Hábito que adquirió en su lejana juventud, allá en las medianas Antillas moldavas.

La señora Levono ofrecía a su clientela toda clase de paja y aprestos inútiles. Desde agujas hechas de hilo hasta volúmenes colosales repletos de datos irrelefantes. Se dice que inventó el caviar de beluga mediante técnicas científicas de pseudomitosis pluricelular, a partir de medio cetáceo y tres cuartos de barril de cangrejo de pantano y un pellejo de rana bermeja para la acrimonia. Cosas suyas. Se le atribuyen también un buen puñado de hallazgos patalquímicos de dudoso rigor, pero al menos lo intentaba. Y también sabía tejer gorritos de piscina con tu nombre, y todo ello con los codos en las piernas y en los brazos sendas rodillas.

Pero nadie iba a la pajarería de la señora Levono para adquirir nada de eso, ¡qué disparate! Ni siquiera íbamos para reírnos de su enorme cabezota, ni de su nariz en forma de barbilla, ni de su frente como una trompa de tapir; todo eso lo teníamos muy visto ya. La razón por la que la pajarería de la señora Levono era nuestro sitio más preferido del mundo era por el dulce fárrago que se respiraba con la parte de atrás del cerebelo y que nos despejaba los meselos dispersándonos en la atmósfera de escafandra con aroma a quife y aguamelón. Algo raro de explicar. Los lunes fuera de quicio, domingos bífidos; el genuino patrimonio genital de San Lundo.

Sin embargo, aquella noche no fue para nada lo que yo esperaba. Libis me zancadilleó los tobillos con sus tentáculos de anguila y me desvanecí más de lo debido. Me calcé un charco y una gotera por sombrero. Pisé una mierda, crucé en rojo, me salté la acera; todo esto sin querer. Y justo cuando me paré para intentar entenderlo, se me subió la cucurbitácea a la cabeza y me mordí una uña ese poquito más de más que supura rojo caldo y escuece y duele como una crinolina con rubeola. Todo un fiasco, un desastre, el culmen del fracaso impertérrito.

Sin más remedio, volví a mi pieza con un tercio de pólice descuajeringado. Así, en zigzag, tropezando por la rúa. Al fin y al cabo, San Lundo no es lugar para quien va escuchando el eco de sus propios pasos mientras mira el pavimento, ni para los que coleccionan panoplias de decoro entre las amígdalas.


Me perdí en la geografía, tras la ventana, con un pie desnudo por fuera de las sábanas y veinte mil leguas de todo alrededor. Después de todo, ¿qué es un sueño, sino un pequeño hombre absurdo que enciende y apaga un farol?


Vasili Kandinski

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