Morirse,
después de todo, es una faena. Más que nada, porque uno se muere sólo una vez,
y ya está. Es una responsabilidad terrible el morirse. El episodio final,
último capítulo, el estertor definitivo, fenecer, despedida y cierre.
Nacer, se nace
y ya. Uno está tan tranquilo, en su útero, chupando de la placenta, tan a gusto
y va, y nace. Pero morirse, o mejor: cómo morirse, casi siempre, puede depender
de uno. Al menos tenemos cierto margen de acción consciente, o, incluso, si me
apuras, uno puede elegir exactamente cómo y cuándo morir. Y de elegir, al fin y
al cabo, es de lo que se trata eso que llaman vida.
Por
eso, cada muerte, la muerte propia digo, la de cada uno, ha de ser memorable.
No sé, si tu destino irremediable es diñarla en la camilla de un hospital,
procura que alguien se acuerde, aunque sea por unos días. Yo que sé, ve
pensando un epitafio ingenioso.
Yo
conocí a un tipo que se murió por un palo santo que se dejó encendido en la
mesilla durante toda la noche; intoxicado. El primo de la amiga de una exnovia
que tuve, se resbaló con un pellejo de banana y se precipitó por la escalera,
rompiéndose el cuello. Y un quídam con el que coincidía en la taberna, la diñó
estornudando en la ducha y destrozándose el parietal derecho contra la
alcachofa; al parecer, balbucearía sinsentidos, desangrándose ahí tirado, agonizando
en el plato, haciendo aspavientos con este brazo, así, y los dedos retorcidos,
y los ojos desorbitados: esa no es manera.
Sueño
a menudo que voy en zancos y me distraigo con una mariquita, que se me posa en
la mano, y entonces me topo con un cable de alta tensión que me deja tieso y me
despierto. Algunas veces me imagino paseando por la calle, tal vez silbando cualquier
melodía pegadiza, y, de pronto, un piano cae defenestrado de una quinta planta,
o incluso de una octava, y me deja liso y plano como un folio y bien planchado.
Es una ilusión que llevo.
No
creo que yo quiera morir, simplemente espero tener una muerte elegante. Algo
acorde con mi carácter aventurero y estético, silencioso y locuaz como la
cáscara de una nuez o las pestañas pineales. De todas formas, nunca supe
explicarme, así que de poco importa.
Ya
lo dije antes: Nacer, se nace, porque no hay otra. El crecer depende de cada
uno, ya se prefiera a lo alto, a lo ancho, o a lo profundo. De reproducirse ya
hay que tener, más que nada, suerte y ganas, y, de hecho, es opcional. Pero
morirse… ¡Ay, morirse! Morirse es lo justo. Lo necesario. Morirse nos iguala a todos,
la muerte es lo que compartimos. Eso que dicen.
Yo digo que no.
Que uno puede ser recordado así por su vida como por su muerte. Hay, como en
todo, ciertas categorías. Al cuñado de la exnovia de la que te hablaba, le recomendaron
apio para calmar los nervios y, de sordo y de tonto, él entendió opio, y acabó
de caballo hasta las cejas, tirado en una cuneta y con el chándal todo cagado,
y meado, y hasta aquí de vómito, sin sonrisa y la mirada para allá. Una
lástima. Y da igual que hubiera sido un neurocirujano reputadísimo o la puta Madre
Teresa de Calcuta, que yo le recordaré siempre como ese yonqui apestado que la
palmó de sobredosis.
A eso voy: Pon
tanto ímpetu en tu morir como el que dices que pones en tu vivir. Carpe Mortem.
Es casi el mismo juego, la ronda decisiva: Lo importante es irse con estilo.
Me cuento
entre los que anhelan una vida tranquila, sin sobresaltos, dejándose mecer y
estirada como un hilo; y a estos nosotros no les deseo, para nada, una muerte
ajetreada. Por eso dije lo del epitafio, porque no requiere hacer gran cosa,
más que nada, decir algo como “huevo”, o “atún”, o quizá “¡ay, caramba!”, o lo
que se le ocurra al moribundo en cuestión en ese momento. Tal vez contar un
chiste, aunque sea a medias, o empezar a revelar un secreto, guardado cautelosamente
durante años y paños, para callarse en el momento clave y espirar el último
hálito dejando a todos con la intriga.
Hay muertes de
género, como pasa con el cine o la literatura. Hay muertes graciosas como aquel
que se muere de la risa, y muertes tristes como la de Mufasa. Hay muertes misteriosas,
desapariciones sin dejar rastro. Helter Skelter, holocausto, también tiernas
con un beso al veneno de sus labios.
Yo
no me decido entre la muerte por kiki o la combustión espontánea en plena entrega
de la Grande Gidouille de platino para el menda. Sin duda, la de paciente cero
en un apocalipsis zombi tiene su qué, pero tampoco quiero perderme el rollo del
jaleo y la supervivencia ulterior.
Todo
depende de los gustos de cada uno.
Dicen
que cuando uno la palma ve su vida ante sus ojos como en diapositivas. Recuerdos
velados, sobreexpuestos, olvidados. Una retahíla de la rutina que es el
transcurrir sigiloso de los días. ¿Con qué te quedas? ¿Con tu boda o con aquella
vez que te bebiste diecisiete chupitos sin vomitar y encima ligaste con aquella
princesa de Java? ¿El día de tu graduación o en plan zen, y te quedas con el
compendio holístico de lo que fue tu tránsito por la tierra incluso antes y
después del mismo, mientras porfías bonitos vocablos como “fluir”, “el ahora”,
o “clinamen”?
Yo
me quedaré con el instante de mi muerte; porque va a ser lo último que
recuerde, después de todo, lo último que me pase.
Y qué faena.