Los
autobuses de mi ciudad son de un verde pimiento
y además huelen a rancio y, con los adoquines, traquetean de lo lindo y uno
piensa que todo el fuselaje está a medio giro de tuerca para venirse abajo y
desperdigar a la tripulación por los arcenes, aún con los cascos puestos. A mí
me gusta todo ese jaleo y mirar por la ventana; además, si uno está atento,
cuando el semáforo se enciende rojo y el bus se detiene, casi puede escuchar
cómo se coordinan los susurros de los auriculares en una sintonía como de
hormiguero.
Un
día viajaba yo. Más que de pie, iba colgando de la manija y balanceándome por
inercia en cada curva. Pensaba en todo esto y en los gobios, los atunes, las
percas, en cómo sería ser muil, pez globo o incluso ese tiburón que tiene el
hocico como un serrucho. Ya quedaba
poco para mi parada, cuando el tipo de enfrente, sin saludarme siquiera, estornuda
como jamás he visto a nadie y se le salta un ojo. Qué asco. Aquella bola ocular
desorbitada era como un imán para
mis pupilas y no pude evitar mirar, petrificado, sin saber qué puñetas hacer.
Entonces el tipo se tiró de cabeza por la ventana y nadie se hubiera dado
cuenta si no llega a ser por el frío de tardo otoño que penetró en el vehículo
en ese instante.
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