La única diferencia entre realidad y ficción, es que esta última ha de tener sentido.
—Tomasso Leonardo Clancini
En esta época del año, las pareidolias reverdecen y estiran
sus ancas al nadir, lo cual es un espectáculo, y yo aprovecho para darme paseos
anónimos con mi vieja pipa Dr. Plumb y mis katiuskas color burdeos, intentando
no pisar los romanescus en flor que brotan a ambos lados de estos senderos.
Paseo como un gato embotado y sin sombrero en la cabeza. Paseo como un
pantocrátor desdibujado y mohíno, con los calcetines de distintas cromalidades
por encima de estas destartaladas alpargatas bizantinas. Paseo sin mirar nada
en concreto y, como ya dije, anónimo del todo; pues no dediqué tiempo a soñar
en las agrietadas y últimas estaciones, y, con esas, lo que pasa es que se me
olvida mi nombre y mi rostro y hasta mi talla de copa y jarra, y entonces sólo
se me ocurre inventarme lo que sea o, en cambio, verme culpablo frente al espejo,
que me señala.
Yo en mi casa no tengo ningún pájaro enjaulado, pero sí que
tengo ciento, mil, miento, volando. Volando alrededor y van y vienen, cuando
quieren, acá, acullá, y ellos mismos se procuran su alimento y su cobijo. Me
brindan la compañía de sus trinos y yo, a cambio, les doy miedo. Por eso luzco
esta aureola obscura de dios del limo. Porque soy de veras un dios del limo,
aunque sea sólo para aquellos pájaros.
Tal vez sólo sea un vago. Y de tales lodos esta barba.
Conque farfullo y continúo con mi paseo anónimo, así en
zigzag; para que el camino resulte más largo.
En un cruce de carreteras fui a encontrarme con mi sombra.
Después de tanto tiempo, apenas nos reconocimos. Le pregunté por mi eco, pues le
perdí la pista en el segundo volumen, y me contestó con mímica que tampoco él
me echaba de menos, me echaba de menos. Así que nos dimos la mano con un ademán
de falso desdén y cada cual siguió su camino. Una situación torpe e incómoda, ya que ambos
fuimos a tomar la misma dirección; pero sólo hasta caer la noche.
Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los romanescus
y conté estrellas en el cielo negro: Ninguna.
Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me sacudí la
escarcha de las pestañas. Solté una vaharada de humo gris sin toser, y después ejercité
unos cuantos aros de vapor gris mostaza humedecido. Por último, exhalé una
cascada ascendente de gas violáceo de la boca a la nariz. Volqué la pipa Dr. Plumb,
y dejé que las brasas se consumieran en el suelo.
—Cómo has cambiado —recalcó un charco que había cerca y que
yo no había visto nunca.
—No es que yo haya cambiado —repliqué—, es tu mirada la que
no lo hizo.
Y es cierto; yo no conocía de nada a ese charco, ni jamás lo
había visto antes, pero desde luego que pude reconocer esa mirada mate. La
misma mirada mate de siempre.
Al fondo, se adivinaba una torre; pero no era más que la
cofa de una balandra que naufragó hará cosa de un mes en la bahía y que, nadie
sabe cómo ni con qué propósito, continuó su travesía tierra adentro sumergida
por el fango, entre piedras y pantanos, para ir a dar justamente a ese punto
del horizonte, al fondo, casi lejos. Pero si bien es cierto que un buen día nos
morimos, también lo es que los demás días no.
Después se hizo de noche.
Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los
romanescus y calculé cuántas caras tiene la luna: Una.
A continuación, sucedió un estruendo y un temblor sacudió la
tierra y parte de esos cirros que no se alejan, y me levanté de súbito y
malhumorado. Una grieta se abrió en el fondo de un charco (pero no el charco de
antes, sino otro charco distinto, aunque bien parecido), y el charco se derramó
a las profundidades practicando una espiral y la grieta siguió avanzando y me
atravesó por el meridiano, dejándome hecho dos feas mitades; la una, medio deshecha,
y aquella otra, a medio hacer.
Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me organicé de
nuevo. Esto es recomponerme, aunque con lo izquierdo al derecho y lo derecho al
revés.
Esta vez fue a hablarme una rama aguada que se había
quebrado bajo el peso de mis hígados.
—Anda y lárgate de aquí —me dijo la muy—, llevas dos noches
aplastándome con tus orinocos.
Y yo fui a responderle “Tú te lo pierdes”, pero en su lugar
pensé: “Tú te lo vas a perder”.
Entonces me mordió. Aquí, en la pierna. Y me fui con la
tibia tibia y un escozor inasumible. El mismo escozor mate e inasumible de
siempre.
Y me tropecé con uno de esos bucles de los que sólo te salva
un lunes.
Pero no hay lunes en esta época del año.
En esta época del año las pareidolias reverdecen y estiran
sus ancas al nadir y yo deambulo nadie y amarillo y luzco un eclipse en la chimenea
como un dios del limo, que tampoco es que sea un demonio, pero que, desde luego,
es poco santo.
Y esa noche no dormí. Tampoco hice más preguntas.
Saqué mi vieja pipa Dr. Plumb y observé las cenizas y las manchas
de hollín de mis katiuskas color burdeos.
Después, una tormenta apagada y en silencio.
A continuación, vino a hablarme a mí un suéter sin adulterar,
pero en un dialecto extravagante y, por ende, no supe qué discutir, y me callé.
Yo sólo quiero protestar, y que nunca más amanezca.
Tal vez no sea más que un brécol.
Perseguí el sol un rato más, o una Era básica, y tan pronto
se ocultó tras la cofa de aquella balandra, allá, casi cerca, fue a despuntar
por mi nuca, a mis espaldas, y volví a encontrarme con mi sombra. Apenas me
reconoció, pero me preguntó que cómo estaba.
Entonces fue cuando encendí de nuevo mi vieja pipa Dr. Plumb
y, con una vaharada de humo mate, le dije: Infinito.
Daniel Johnston |
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