Benjamin
Franklin irrumpe en silencio con aires decimonónicos y un gabán medio nuevo que
gasta un parche del sándwich eléctrico en la solapa. Geraldino, a ese lado de
la barra, dormita abrazado a una botella de vidrio despojada de mistela y
Policarpo, a ese otro, gobierna la taberna con mano de sebo —lo cual resulta
una paradoja, pues su gobierno se basa en servir a su misma vez—. Nadie sonríe.
Bosse-de-Nage,
por el contrario, acecha todo oculto en las entrañas de la máquina de tabaco.
Pero esto no lo sabe nadie, si acaso Policarpo, tal vez sospeche.
Benjamin
Franklin se acerca a la barra y la golpea con su índice erecto, varias veces. A
continuación, abre la bocota y se lleva dicho dedo a sendas fauces; apuntando
directamente a un gorlo sediento, histórico, y enrarecido. Policarpo le observa
y atiende; sirve una jarra de cerveza de lúpulo y podreínas, y se aparta de
nuevo sin hacer ruido. Benjamin Franklin (de ahora en adelante, Benjamin
Franklin) se bebe aquello de medio trago, hace una mueca sorda, como de eructo,
y vuelve a salir por la puerta, con paso torcido y redoblado.
Afuera
sucede un relámpago.
Voz
de Morselo, desde la calle: ¡Ay, caramba!
Por
la puerta entran Longaelisa y sus piernas piernas piernas, seguidas de Morselo
e, inmediatamente, el resto de Morselo. Piden copas de jarabe de perla con drencrom
y Policarpo provee. También solicitan unos chupitos de fuegodoro, Policarpo
abastece. ¿Un poco de sal? Policarpo surte ¿Qué tal unas rodajas de lima?
Policarpo suministra.
Morselo:
¿Has visto cómo de chamuscado quedó aquel tipo?
Longaelisa:
¡Uh, qué asco, qué asco!
Morselo:
¡Y cómo le implotó la golová!
Longaelisa:
Me cago en la leche, Morselo. Como no te calles ya con eso cojo y me marcho y
san si te he visto ni me acuerdo.
Morselo:
¡Vamos, vamos, Longa Longaelisa! Dame un beso y no te enfades. Me divirtió, eso
es todo. Anda, dame un beso, dámelo.
Longaelisa:
Aparta, nudibranquio, o te practico un octavo orificio en la quijotera.
Morselo:
Sólo era una guasa.
Longaelisa:
Pues yo me voy a casa.
Morselo:
¿Me llamarás?
Longaelisa:
¿Eh?
Morselo:
¿Eh, qué?
Longaelisa:
Que si te llamaré.
Morselo:
¿Mañana?
Policarpo:
Venga, Morselo, no seas tan tan y deja marcharse a la muchacha.
Longaelisa:
Buenas noches, Policarpo. (sale)
Morselo:
¿Me llamará?
Policarpo:
No tengo ni la menor idea de qué yarboclos hablas.
*Nótese
aquí un ligero anacronismo: Los episodios acá representados se sucedieron más o
menos en la segunda quincena de abril de 1854, y Morselo hace reiteradas
referencias al teletrófono, dispositivo de comunicación que no se inventaría
hasta 1854, pero a finales de año. De ahí que ni Policarpo ni Longaelisa
comprendan lo que quisiera decir Morselo, el cual, el pobre, por ser analfabeto
y no escuchar la radio, ni leer las gasetas, no se había enterado todavía de
que tal artefacto aún ni existía.
(ELIPSIS)
Por
la puerta ahora hace aparición un abigarrado cuarteto de hoplitas: Caecio y
Argestes y Libis. Caecio, con pantalones de cuero negro y bufanda del Poli
Ejido, solicita un granizado de níspero y que corra el aire. Argestes, rubio y
ario y lleno de gracia, deposita una cornucopia rebosante de frutas y gramíneas
sobre la barra y pregunta por quizá un licor dulce o, si no lo hubiere, una
copichuela de vino para hacer un bodegón. Y Libis pide un cenicero. Recogen la
comanda y se apartan al rincón, con viento fresco.
Policarpo
(a Morselo): ¿Por dónde iba?
Morselo:
Fuegodoro.
Policarpo
abastece.
Policarpo:
Total, que el tal Juleo y la tal Rumieta eran dos y locos y enamorados. La una,
era hemofílica y el otro, por su parte, padecía de tensión baja. Ésto no lo sabía
ninguno. Y sucedió que, de mutuo acuerdo y por motivos familiares que no
recuerdo, decidieron acompañarse hasta la muerte y, tal que así, un buen día,
abriéronse las venas.
Morselo:
¡Uy, qué disgusto!
Policarpo:
Sí, sí, pero ahí no termina.
Morselo:
¿Y cómo termina?
Policarpo:
Pues con la desgracia de que a ella el crobo le borbotó en un santiamén, y
espiró en un suspiro.
Morselo:
¡Oh, Rumieta! ¿Y qué fue de Juleo?
Policarpo:
Juleo tardó bien lo suyo en ficarla, agonizó cosa de tres noches o así, y se
aburrió sin remedio.
Morselo:
Vaya, Policarpo. Desde luego que todos somos contingentes, pero tú eres
necesario.
Policarpo:
Lo que tú necesitas es un buen corte de pelo.
Morselo:
Al menos me queda este medio gabán medio nuevo.
Policarpo:
Sí, no está mal.
Mientras
tanto, en el rincón, unos hoplitas desarraigados discuten sobre el tiempo.
Argestes:
¡Otra vez lloviendo! ¿Te lo puedes creer?
Libis,
fumando: ¿Quién, yo?
Argestes:
No, digo a Caecio.
Caecio:
¿Eh?
Argestes:
Que si te lo puedes creer.
Caecio:
Yo creo que hace calor calor calor y me pesa la mandíbula.
Argestes:
Eso es cierto, ¡qué mandíbula tan enorme!
Libis,
viejo: A mí lo que me molesta es que no paréis de moveros.
Caecio:
Incluso si te da por pensar en cualquier cosa, fíjate.
Argestes:
¿Qué dices?
Caecio:
Que a mí se me antoja inimaginable un mundo en el que nunca se hubieran
inventado los relojes, fíjate. ¿No crees?
Argestes:
Ya, pero no estaba hablando de esa clase de tiempo.
Caecio:
Bueno, incluso si te da por pensar en cualquier cosa.
Libis:
¿Y Juan?
Argestes:
Murió. Pero el mes pasado.
Caecio:
Ya era hora.
Libis,
viejísimo, tose y se hace viejo: Supongo que, después de todo, decimos buen
tiempo a esos ratos en los que no pasa nada.
Caecio:
Ni una nube, nada.
Argestes:
Pues por eso digo, que a ver si escampa.
Ahora
sucede que un vidrio se hace añicos contra el suelo provocando tremendo
alboroto.
Morselo:
Uy, se me cayó.
Geraldino,
lleno de cólera y eructando moscas: ¿Cómo has dicho?
Morselo:
Que se me cayó, uy.
Policarpo:
Está trompa.
Geraldino:
De ninguna manera. Aquí no toleramos esas creencias de pacotilla, esos rollos
neotonianos de la tiranía gravitacional. Me enferma.
Moselo:
¿Y con qué se comulga entonces?
Policarpo:
Verás.
Geraldino:
Aquí comulgamos exclusiva y pluscuamperfectamente con la ley de fuga de vacío
hacia la periferia; esto es hacia arriba.
Morselo:
Tomo nota.
Geraldino:
Más te vale.
El
espectro de Benjamin Franklin irrumpe en silencio con aires de ectoplasma y
chamusquina. No viste ningún gabán, sino un halo fantasmagórico y terrible.
Así, de esa guisa, se acerca a la barra. Pero nadie puede verle. “Olvidé pagar
la birra”, le susurra a Policarpo en sueños, con acento de psicofonías. “Lo
sé”, responderá éste, más tarde, en su cama, bien durmiendo, “Que sea la última
vez”. Y el otro contesta, con esa misma voz: “Pero por supuesto”.
FUNDIDO A AMARILLO
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