Un jinete amazón de rumiante rocín y
coraza bronceada se llega a la aldea de Gela, en Sikelia, con cara de llevar
varios días sin probar ni gota de vino. Calza un casco de latón incomodísimo
con una cresta de crines azules muy chula, y sobre el lomo carga con un aspis
koilè bien redondo como la cáscara de un quelonio, pero con una cabeza de
Medusa seccionada muy grotesca pintada en el centro. En el mismo sendero
aguarda un aldeano robusto y bien hermoso, que prefiere mantener el anonimato.
“¡Kalimera!”,
dice el forastero. “Será más bien kalispera”,
responde, agrio, el agricultor. “Sí, eso,
como se diga. Yo es que soy de fuera y estoy exhausto y sediento. ¿Por
casualidad no tendrás un poco de vino?”. El aldeano le alcanza una vejiga
rebosante y dice: “Menuda yegua guapa que
te gastas, colega”, y, tras un largo trago, contesta el otro: “Ya te digo, pero no veas lo que consume”.
Y añadió: “Por cierto, ¿no será usted Abel?”.
“No, ese es mi hermano, ¿por?”. “Soy Hipólito Papadopoulos, hoplita del cuerpo
de perípolos de Siracusa, sección Krypteia, y vengo a investigar un crimen”.
El campesino, algo inquieto, responde: “¿Qué
me dices? ¿De la secreta? Pero si yo no sé nada de nada acerca de ningún
crimen”. Hipólito no se deja amilanar y continúa: “Eso es lo que trato de averiguar. Un tal Abel envió a un mensajero a
pierna para informar de que un cadáver célebre había aparecido en los confines
de la aldea de Gela, y heme aquí, vengo a encontrar al culpable y a ejecutarlo”.
El campesino agarra la vejiga de las manos de Hipólito, bebe, bebe, bebe y
dice: “¡Ah, te refieres a Esquilo! Sí, lo
encontramos muerto la semana pasada, ahí en el campo con la cabeza rota”. “¿Y qué habéis hecho con el cuerpo?”,
inquirió Hipólito. “Pues es que a Abel le
da mucho asco la sangre y se desmaya nada más verla, y no iba a cargar con el
fiambre yo solo, así que ni lo tocamos, por lo que ahí seguirá”. “Muy bien, pues llévame a la skene del
crimen”.
El campesino anónimo condujo a
Hipólito Papadopoulos hasta un descampado yermo sembrado de colillas. “Ahí mismo lo tiene, señor agente, justo
detrás de ese matojo”, dijo el aldeano, “Yo
no me acerco más, que ya apesta bastante por aquí”.
Hipólito se acercó y estudió el
panorama puesto en cuclillas y apoyado en su lanza: Cuerpo de varón adulto,
complexión vieja, estatura tumbada en el suelo, más bien tirada de cualquier
manera, y en fecundo estado de descomposición. Cráneo parcialmente destrozado,
pero parcialmente del todo, al parecer a causa de un objeto muy contundente. Se
adivina la mandíbula inferior, con algunos incisivos color ocre y el resto de
un tono más bien mostaza. Lo demás es un amasijo de cartílago y seso y trazas
de cráneo esparcidas alrededor. El encéfalo está como del revés y al hipotálamo
medio deshecho le ha brotado un cultivo de moho, por lo que se puede determinar
que la víctima lleva muerta, por lo menos, un par de horas. Las extremidades
están llenas de mordiscos y arañazos, pero parecen ser post mortem, debido las alimañas del campo, que se han cobrado
también la lengua del sujeto y sus globos ópticos y oculares. Además, enarbola
una amenazante erección, pero que probablemente sea también post mortem. Un asco. “¡Por Zeus, qué desagradable!”, exclamó
Hipólito, tragándose el vómito, “¡Jamás,
en diecisiete años de servicio, diecisiete digo, había visto algo tan
repugnante, coño! ¿Cómo no lo habéis tapado con una manta o algo? ¿Hola?”.
Pero nadie respondió; el aldeano anónimo se había esfumado.
CORO: Sucede ahora que el agente
Papadopoulos acordona el perímetro y enseguida se aúpa a los lomos de su yegua
equina y cabalga de regreso a la parsimoniosa aldea de Gela a trote manido y
regurgitante. Lo primero que se encuentra, llegado a la semipólis, es una tosca
taberna de licores que también hace las veces de carnecería, un buen sitio, se
dice el hoplita Hipólito, para empezar con las pesquisas. Allí se tropieza, por
designio de los dioses o casualidades de la vida, con la parroquia al completo
del asentamiento: El campesino anónimo acompañado del que resultará ser su
hermano, Abel, además de un viejo troglodita que regenta el emporio que
responde al antropónimo de Tú, y más nadie.
Dice Hipólito: “¡Kalimera a todo el mundo! Me presento: soy el agente Papadopoulos, de
la Krypteia de Siracusa, y vengo a hacerles unas preguntas acerca del célebre
cadáver que ha aparecido en las inmediaciones de su aldea”. Abel es el
primero en intervenir: “Kalispera, señor
agente. Yo soy Abel, hijo de Adán, y he sido quien ha dado el aviso. Mi hermano
Caín justo me contaba ahorita que le estuvo enseñando la skene del crimen”.
Y Caín: “¡Idiota! ¡Te dije que prefería
mantener el anonimato, pedazo de imbécil!”. Abel replica: “¡Pero cómo no le vas a decir tu nombre! ¿Y
cómo te llamaría entonces? Tú ya está cogido”. E interrumpe Hipólito: “Vamos a ver, calma chicha todo el mundo.
Aquí cada uno me va a contar lo que sabe de este asunto y me lo va a contar
ahora. A ver, tú, empieza”. “Pues yo
lo que sé es que Esquilo era tan bueno haciendo amigos como ganándose
enemigos…”. “No Tú, tú”, y señala a Abel.
Abel, cándido, comienza su relato: “Yo casi no sé nada de nada, de veras.
Apenas sé leer hasta la beta y me dedico a mis ovejas, que son tan, pero tan
suaves, y a poco más. Conocía a Esquilo de vista, pues solía pasear por los
campos donde pastoreo, pero jamás cruzamos palabra alguna, si acaso un gesto
desde lejos, como quien dice kalispera. Sé que viene de Atenas, y que vive un
par de colinas más para allá, al raso, y que dedica sus horas a la contemplación,
cuando no a la dramaturgia. Que fue bien celebrado en sus tiempos y gozó de
tener tirón, pero Sófocles le tumbó en el certamen del 68 y a partir de
entonces no afina. Oí que la Orestíada está bien, pero aún no la he visto. La
verdad es que apenas tengo tiempo de ir al teatro, con el rebaño y tal. Y eso,
que el otro día, el martes pasado, si no recuerdo mal, pasaba por el campo con
mis ovejitas y me topé con aquello, ya lo has visto, y me desmayé del todo por
completo. Cuando me repuse corrí a la mensajería y envié a Nikopolidis para que
os diera la noticia. Por cierto, aún no ha vuelto, ¿sabe algo de él?”. “Murió
de agotamiento nada más llegar a Siracusa”, respondió Hipólito. “Vaya… lo amaba”, musitó Abel, entre
sollozos. “Sí, tenía cara de buen chaval,
pero ya te digo, le dio un asma neumática súbita y murió inmediatamente sin
despedirse siquiera”, sentenció Papadopoulos.
Abel rompió a llorar, agarró su jarra y
bebió sin consuelo hasta que la leche se le derramó por el pecho. Hipólito
rompió la tensión: “Vale, tú, ¿qué más
sabes?”. Y Tú prosiguió: “Es bien
conocida la encarnizada rivalidad que mantenía Esquilo con sus coetáneos en los
agones anuales de dramaturgia como fueran Eurípides y Sófocl…”. Pero
Papadopoulos le cortó enseguida: “No Tú,
tú”, esta vez señalando a Caín.
Y Caín, limpiándose la bocaza de
vino, inicia su testimonio tal que así: “A
mí de Esquilo lo que más me gustaba eran las tragedias belicosas. Los siete
contra Tebas, Los Persas y tal. Sobre todo las primeras, cuando le daban filo
de bronce a esos medos de mierda. Un auténtico héroe de guerra: Maratón,
Salamina, Platea... y conservando todos los miembros. Una vez lo vi recitando
en voz alta por los cultivos de gramíneas, pero estaba lejos y no lo oí. También
tengo entendido que hizo buenas migas con el tirano Hierón en Siracusa, quien
le permitió habitar esta ínsula. No tengo ni idea de por qué le condenaron al
ostracismo en Atenas, ni mucho menos quién lo mató, puede creerme, señor
agente, pero una cosa le digo: esto con Hierón no pasaba”.
Hipólito meditó unos instantes,
tratando de encajar las piezas de algún modo para establecer, por lo menos, una
suerte de hipótesis. Se rascó la cocorota bajo el casco y resolvió: “Vale, Tú”.
Y dijo Tú: “Todos sabemos que Esquilo era un poco facha y racista con el tema de
los aqueménidas, pero no hay que olvidar…”, y Caín interrumpió: “¿Aqueménidas? ¿Te refieres a los medos?”.
Sigue Tú: “Sí. Decía que, aunque
reciente, en su contexto histórico…”. Y Abel: “¿No eran acadios? Me he perdido”. “El temor a una invasión de suelo griego…”. Ahora Hipólito: “Creo que os referís a los persas”. “Por el cromatismo de la piel…”. Y, de
nuevo, Caín: “¡Me da igual como se
llamen, son unos morenos de mierda!”. Prosigue Tú: “Y se vio expulsado de Atenas cuando descubrieron que había plagiado
Luz de Agosto de Faulkner”. Y Papadopoulos, despapadopoulizado: “¡Cómo se le ocurre plagiar a Faulkner! ¡Con
la devoción que hay en Atenas por Faulkner! ¡Faulkner!”. Y saca su revólver
reglamentario del cinto y pega dos tiros al techo. Abel se tira al suelo hecho
un ovillo. Alguien grita: “¿¡Qué daimones
es semejante hechicería!?”. Pero Tú continúa: “Y vivía a la intemperie debido a un vaticinio que recibió en Delfos en
el que le decían explícitamente que…”. Y Caín, a Abel: “¡Oye, tu, espabila!”, y le suelta un garrotazo en el cráneo que lo
deja muerto.
CORO: Y
así ocurrió que el hoplita Hipólito Papadopoulos tuvo que interrumpir el
interrogatorio por defunción de uno de los testigos y abandonar toda
investigación. De este homicidio poco pudo investigar, por hallarse presente en
la más pura evidencia, y como la legislación vigente en aquella época remota
determinaba que el dueño del establecimiento es el encargado último de impartir
justicia, el asesinato de Abel estaba fuera de su jurisdicción y ajeno a sus
competencias. Pero resultó que a Tú le dio un infarto esa misma noche, usando
las letrinas todo lleno de caca, y Caín salió impune y libre de todo cargo.
Nadie sabe qué más fue de él. Hipólito, en cambio, volvió a Siracusa, donde le
reprocharon su incompetencia inoperante con respecto al caso del dramaturgo
acéfalo y fue degradado a agente de tráfico, cuyas funciones, en aquellos
tiempos, eran más bien escasas y las tareas de Papadopoulos se vieron reducidas,
pragmáticamente, a recoger los excrementos y las inmundicias de las bestias de
tiro, escoltando las carretas de los mercaderes por las cochinas calles de
Siracusa.