The Hunter |
En el principio fue la noche. La
llamaron kaamos; la eterna noche inmaculada, sin luna alguna y sin estrellas,
sólo la negra noche negra y azul preñada de invierno, gélida como una ausencia
y tan oscura como la más profunda de las fosas. El viento arrastraba entonces
los glaciales cantos de los antiguos, de los que aún no habían nacido, de los
que aguardaban, ciegos y sordos, por su turno prestado para morar la tierra y
los mares.
Después Vamn, con la sal de sus
olas, fecundó el fértil vientre de Jord, que yacía tendida bajo un delicado y
níveo manto de escarcha, y, tras el anuncio de la glauca aurora, que danzaba
desnuda en el indescifrable cielo nocturno, de las entrañas del fango de levante
se alzó Varmt, la que calienta, con su refulgente cornamenta y unas doradas
alas sobre los hombros. Y así nació la mañana.
Varmt escudriñó el yermo suelo
bajo su luz, y con un cálido susurro despertó a la taiga, entumecida en su
lecho de lodo, y así los árboles se izaron fuertes y robustos, vistiendo a Jord
de esmeralda y madera. Después se desperezaron los musgos, con sus tímidas
voces entonando las canciones olvidadas, y a éstos les siguieron los hongos de
la tierra, que se cobijaron bajo el pino y bajo el roble, donde aprendieron la
lengua prohibida de la espesura para después guardar silencio entre la maleza.
Varmt echó a caminar, y anegó el
cielo de una luz límpida tras sus templados pies de tez dorada. Ascendió sin
esfuerzo por el fresno celeste y, una vez en la cumbre, volvió a dirigir su
tibia mirada a Jord y, al verla aún somnolienta y taciturna, la quiso obsequiar
con un cándido beso de sus labios. Pero Jord, orgullosa, lo rechazó apartando
su áspero rostro, y Varmt se cortó con los pétreos riscos de su hermana y
madre.
De la sangre de Varmt surgió el
oso a mediodía, le siguieron el lobo y el próspero reno. De sus lágrimas
emergió formidable el narval y el esquivo arenque. Y de su llanto, por último, manaron
la lechuza y el cuervo. Después, compungida y triste, comenzó el descenso.
Ya en el último rubor vespertino,
cuando los cirros de la tarde se sonrojaban ante su ígneo desfile, Varmt echó
la vista atrás. Ulv, el lobo, devoraba el estómago del reno y sonreía cruel con
las fauces ensangrentadas. Varmt, colérica, arrancó una afilada asta de su cráneo
y desgarró con ella su propia tripa, de la que extrajo el sanguinolento hígado,
aún palpitante, con el que dio forma y aliento a Mørk, a quien alimentó con la leche de sus pechos y encomendó el
custodio de sus rebaños.
Hecho esto, Varmt se asomó al
abismo del ocaso, allende los mares de poniente, y se arrojó por él sin ruido,
cayendo tras ella la nueva noche, iluminada esta vez por una luna de hielo con
su pálido hálito, que no es más que la blanca sombra de Varmt y la huella de
sus pasos por el firmamento, como un recuerdo.
Y después, con un eco de gemido,
amanece en el oriente.
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