21.9.22

Un auténtico crimen.

Esta mañana, cuando desperté, me fumé un dospapiros y, según espiré esa vaharada definitiva, decisoria y perfumada, me di cuenta de que restaba una cosa, no sé, noté una ausencia. Como si una cosa importante, como poco, no estuviera ya entre nosotros. Conté: uno, dos, tres, y nada más; así hasta veintiséis y veintiocho. Y todo bien, más o menos, pero seguía acusando dicha carencia como una suerte de misterio azaroso que se diera hoy así, sin más, porque sí. 

Tuve una significativa sensación nefasta y funesta, como que se había cometido un crimen. Un secuestro, un rapto, una desaparición. Hasta un robo, un hurto, puede que un asesinato o un homicidio sin sangre. Como si se nos hubiera sustraído (a todos digo, en modo tajante), una esquina recta de noventa grados muy necesaria de cada una de nuestras sinhueso. 

Pregunté enfrente, en puerta vecina, a una vieja desdentada y triste (pero con cierta gracia). Dije: “¿Percibiste eso?”. Me contestó: “Como si en mi dentadura hubiere ocho dientes de menos, y no doce”. Un piso abajo, una pareja de jóvenes de treinta y pico o casi una cuarentena de años me respondió que no tenían constancia, y, otro arriba, así de mocho y sin un mero mechón, que con esta bruma rara no era día adecuado para ir de monte. 

Me aventuré afuera, donde hay adoquines por donde uno pisa y contenedores de basura a cada tramo. Pasaron tres coches, cuatro motos, un autobús, nueve patinetes mecánicos, otros nueve peatones y un triste y desdichado vagabundo vagabundeando, que no es poco. Ya sabes, es martes, y es temprano, y punto. 

Me topo de pronto con una oficina de detectives secretos medio escondida (porque me despisté) y pregunto entonces de nuevo por dicha incógnita, es decir: ¿Qué hostias pasa aquí? ¿Qué mierda ocurre? ¿Qué coño sucede? 

Para esto no obtengo respuesta directa, pero sí una perentoria invitación a que abandonara inmediatamente mis pesquisas y consecuentes investigaciones y a que, en definitiva, no preguntara más y me fuera de ahí. 

Fui a desayunar entonces. Ya era tarde, pero no tan tarde como para comer temprano. Si acaso pudiera considerarse un tentempié rápido, quizá merienda matutina o pitanza de tregua entre horas, si me apuras. Vamos, que en dos bocados de pan con ajo y tomate, un poco de sepia rebozada y tres cañas de cerveza de pipa me di por comido y bebido en un santiamén básico y estandarizado. 

Tocaba ya hora de siesta, pero me esforcé en beber café (que no me gusta nada de nada, pero nada) y mantenerme despierto. No entiendo por qué hoy nadie se presenta más que con buenosdías, ahora ya casi con buenastardes, y no con esas bienvenidas corrientes de siempre y también me escama que se despidan con un frío adiós, un hastapronto o un “hasta que nos veamos de nuevo otra vez”, en vez de un típico “¡hasta…!” que ahora mismo no recuerdo. 

Entonces fui a un bar, como de costumbre. Pedí cerveza. Me pusieron cerveza. Bebí eso mismo. Y pensé: Estoy viendo en mi cacumen una suerte de estaca erecta sobre un pie bien recto entre un kiosko y un macaco. No sé pronunciar correctamente ese término en concreto. Me es arduo, engorroso de emitir únicamente con mi boca a medio pudrir. Una movida muy rara. 

Quizá haya quien me entienda en este punto. Cuando no puedes expresarte correctamente o, cuanto menos, como quisieras, porque tienes una cosa, por diminuta que sea, que te reprime. Aunque sea nada más que una raya, un trazo recto que de repente gira y se va por vía tangente, como poco, a uno u otro costado y, así, ya en serio: No veas cuánto me costó estirar este quiebro sin cometer un error, aunque sea, dicho más precisamente, de momento. 

En fin, seguí caminando como si nada por esas aceras y, cuando empezó a oscurecer, regresé a mi pieza con sueño y ganas de escribir sobre eso. Me senté frente a mi escritorio, bebí birra y fumé cigarros de armar. No se me ocurrió nada más. Quiero decir que me senté frente a una hoja nívea creyendo que me iba a contar una historia fantástica que me dejara contento y furioso, y descubrí que era yo quien tenía que ofrecer testimonio, que debía ser yo quien redactara esos párrafos y no esta barra parpadeante habitando un cano recuadro nacarado en un monitor. 

¿Y qué voy a contar, de pronto, si se me sustrajo una cosa que necesitaba sin yo ser consciente de eso? ¿Quién fue? ¿Por qué? Y, a todo esto, ¿qué son esas condenadas bestias que nos rodean? 

Así que me fui a dormir, así a pierna dispersa. Todo esto sin descifrar esta intriga que creo que nos ocupó un poco. No sé. Quizás fumo mucha hierba entre semana o se me escapan, de vez en cuando, ciertos grafemas. Yo qué sé.

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