29.8.15

Noche de Alegría.

A eso de las nueve me puse unos pantalones, me enjuagué la boca y marché al Noche de Alegría. Por el camino me encontré con El Cejas, bastante desmejorado, blandiendo un chubasquero por sombrilla en plena noche y con el vulturno condensándosele por la frente calva y sin un pelo. Le hice un gesto con el mentón, pero él miró hacia otro lado como fingiendo estar investigando, buscando pistas, perdiendo el rastro. También yo me desentendí y crucé el umbral de la tasca apartando la cortina de abalorios con un brazo y saludando a las moscas que pasaban con el otro.

Cinco ojos se me clavaron, cinco; contando con el vago de Sagres, que se llevó un disgusto jugando a los dardos aquella vez. Pazzi volcaba una bolsa de hielo en el cubo del derretido y me sonrió una mueca a medio desdentar. Julio, por lo pronto, sólo me miró aferrándose al tubo medio vacío y con el ceño fruncido como una concertina. Me sequé el sudor de las manos en las perneras, hice crujir mis pulgares, y atravesé la maraña de taburetes para llegar a la barra.

—Pazzi, Pazzi —farfullé—, Pazzi, dame algo sin alcohol, que hoy me siento  enfermo.

Pazzi me enseñó otra vez su incisivo amarillo e hizo saltar la chapa de una botella de cacao con un tenaz giro de muñeca.

—Gracias —le dije—, esto voy a tomármelo ahí atrás, en el patio, con lo mío.

Salí por la puerta trasera y me senté en la silla oxidada de la esquina, junto al fresco. Encendí un canuto, me recosté un poco, así, y respiré observando a través del humo aquella blanca sonrisa blanca tumbada en medio del vacío del cielo nocturno. —¡Ay, quién durmiera así de feliz sin ni una estrella alrededor! —me pensé— ¡Quién pudiera conciliarse y ser un sueño y no un letargo!

—¿Interrumpo? —era Sagres— Estaba ahí dentro… y olí… ya sabes.
—Ya sé —mascullé, fastidiado—. No, claro, siéntate.
—Bien —dijo, acercando otra silla—. ¿Qué hacías?
—Oler —Sagres rió, yo torcí el gesto; se había sentado a mi izquierda dejándome ver sólo su parche.
—Yo llevo todo el día apestando a pescado frito —empezó a decir, hurgándose la roña bajo las uñas—. Ya sabes…
—Sí, es jodido.
—Y encima ahora no los pesco como antes ¿sabes? y se me escurren y me salpico por todos lados. Mira como tengo esta mano. Pero lo peor no es esto, ni el aceite hirviendo, ni el olor, ¿Sabes qué es lo peor?
—Escucha Sag... Joao —dije con la mirada azul—, Joao, he tenido un día raro hoy y estoy muy cansado. Sólo quiero tomarme mi cacao y embotarme un poco. ¿Qué te parece… qué te parece si me lo cuentas en otro momento?

Giró la cabeza primero para orientarse hacia la tasca y enseguida su cuerpo la siguió adentro. Yo me quedé mirando cómo la puerta se cerraba y, meditabundo, sorbí el cacao, fumé otro poco, y me lamenté por no escuchar.

Posé la colilla en la repisa del ventanuco y volví dentro. Me levanté muy rápido, pensé, me da vueltas el qué y el suelo. Esos dos me están mirando otra vez y ahora me falta el ojo del tuerto. Maldito chocolate de sucedáneo de plástico, maldita viscosidad, malditos mis pantalones. ¿De dónde sale tanto barro?

—Chico —dijo el ceño fruncido de Julio—, chico, muchacho, vaya carita que llevas, ¿Qué te has tomado?
—Lo tengo por las rodillas —musité, y me dio un calambre en el puente.

Me quedé suspendido por la tripa de una catenaria y al caer, ingrávido, fui a dar con la copa de una nube o una suerte de superficie atmosférica y justo debajo se podía respirar y la esclerótica empalidecía aliviada y no sé qué más, todo fue un número.

Las luces se extinguieron. Se oyó un grito.

—¿Quién llama? —mi voz afónica.

Ahora un chasquido. Y otro, y otro, y otro. Y se me escapó algo por un descosido del bolsillo que me rozó la mano con un tacto agrietado y frío, como un ruido sordo o un beso partido. No hay nadie alrededor, pensé en la oscuridad, no hay nadie conmigo. No encuentro qué estoy buscando. No sé ni lo que he perdido. Me he olvidado de olvidar, y ya sólo recuerdo lo que nunca fue mío.

—¿Pero a quién quieres engañar —éste era Julio, clavando su pupila azul en mi pupila—, si sólo te mientes a ti mismo?

Roland Topor

19.8.15

Telmo.

—No recuerdo haberme desvanecido —mencionó Telmo, llevándose una mano al cogote—, tan sólo me desperté.

La ciruela amarilla a medio comer que yacía en el plato frente a Telmo no respondió, sino que permaneció oxidándose con quietud y la pepita casi desnuda. En el suelo, los fragmentos de un vidrio seguían húmedos y en silencio. También calló el palpitar bajo los tímpanos y se tornó mero pulso de metrónomo.

 Telmo miró alrededor y en seguida percibió que algo en la pieza había cambiado. —Creo que soy yo —musitó, y parpadeó un par de voces. Desoyó  ambas pestañas y regresó al sordo metrónomo. Y Éste se volvió espiral, y esta última un crótalo del desierto. Y, al final, arena.

Un chasquido devolvió la pieza a su lugar, y Telmo suspiró con un sueño velado entre los labios. Se palpó los dedos y no halló más que yemas. Se levantó, dio un par de pasos; pero no se movió del sitio. Volvió a sentarse, y no tardó en morder un pedazo de la ciruela. Telmo sonrió, y miró al vacío mientras masticaba. Y así olvidó que había despertado. Después de todo, se durmió. Y, al final,
arena.

Goya

11.8.15

Bo.

La otra tarde estaba yo mirando a las palomas mientras las sombras se nos ponían largas, e hice un gesto a Bo con la mano estirada para pedirle otro papel. —Te advierto —dijo con una profunda voz— que esto que te ofrezco tiene, al menos, una pega—. Agarré la mortalha y pensé en mi papel, en quién es quién, en qué pantalla. Me vi tiritando y siendo títere de un guión y eso no me gustó nada. Elegí una butaca y me puse a mirar, pero apenas se entendía nada entre acto y acto y, aburrido y con el culo dormido, regresé a las palomas y al tabaco de estraperlo desmigajándose entre mis dedos. —Dame otro —apunté—, que se me voló—. Me lo alcanzó, lo extendí, y lo lié con destreza para terminar lamiendo la única pega. Y entonces lo entendí, lo encendí, —Bo —tosí—, este papel es perfecto—.