19.8.15

Telmo.

—No recuerdo haberme desvanecido —mencionó Telmo, llevándose una mano al cogote—, tan sólo me desperté.

La ciruela amarilla a medio comer que yacía en el plato frente a Telmo no respondió, sino que permaneció oxidándose con quietud y la pepita casi desnuda. En el suelo, los fragmentos de un vidrio seguían húmedos y en silencio. También calló el palpitar bajo los tímpanos y se tornó mero pulso de metrónomo.

 Telmo miró alrededor y en seguida percibió que algo en la pieza había cambiado. —Creo que soy yo —musitó, y parpadeó un par de voces. Desoyó  ambas pestañas y regresó al sordo metrónomo. Y Éste se volvió espiral, y esta última un crótalo del desierto. Y, al final, arena.

Un chasquido devolvió la pieza a su lugar, y Telmo suspiró con un sueño velado entre los labios. Se palpó los dedos y no halló más que yemas. Se levantó, dio un par de pasos; pero no se movió del sitio. Volvió a sentarse, y no tardó en morder un pedazo de la ciruela. Telmo sonrió, y miró al vacío mientras masticaba. Y así olvidó que había despertado. Después de todo, se durmió. Y, al final,
arena.

Goya

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