—No recuerdo haberme desvanecido —mencionó Telmo, llevándose
una mano al cogote—, tan sólo me desperté.
La ciruela amarilla a medio comer que yacía en el plato
frente a Telmo no respondió, sino que permaneció oxidándose con quietud y la
pepita casi desnuda. En el suelo, los fragmentos de un vidrio seguían húmedos y
en silencio. También calló el palpitar bajo los tímpanos y se tornó mero pulso
de metrónomo.
Telmo miró alrededor
y en seguida percibió que algo en la
pieza había cambiado. —Creo que soy yo —musitó, y parpadeó un par de voces.
Desoyó ambas pestañas y regresó al sordo
metrónomo. Y Éste se volvió espiral, y esta última un crótalo del desierto. Y,
al final, arena.
Un chasquido devolvió la pieza a su lugar, y Telmo suspiró con un sueño velado entre los labios. Se
palpó los dedos y no halló más que yemas. Se levantó, dio un par de pasos; pero
no se movió del sitio. Volvió a
sentarse, y no tardó en morder un pedazo de la ciruela. Telmo sonrió, y miró al
vacío mientras masticaba. Y así olvidó que había despertado. Después de todo,
se durmió. Y, al final,
arena.
Goya |
No hay comentarios:
Publicar un comentario