31.10.15

Pregnancia.

aún quedan residuos entre las muelas de mi quijotera y las encías se dan sedadas con la remanencia de aquel velo. aquel vuelo sesgado bajo el cielo negro en duermevela. con agujeros por pupilas y vistiendo como piel las hojas secas, que se caen, que se embelesan. ese pálpito, ese rubor, como le llamen, esa llama que apago con las yemas y se queda en cada dedo como un dolor poroso y liberador que saboreo como el cortarse con un libro o el albor de una marea. a la mierda, qué más da. lo que importa ya nos avisará cuando llegue, yo qué sé, que nos pille donde sea. las cosas que he ido guardando las enterraré algún día bajo una equis en un mapa y diré por ahí me equivoqué, que solo me fui para volver y que, si a veces me escondo es porque, a ver, a veces me tengo que esconder. y que si alguna vez mentí fue porque me engañé a mi primero. ay, qué extraño es olvidar, qué duro desertar de un sueño y regresar a la calma donde nada pasa excepto el tiempo, que es de sal, y se cansa de descansar tirado así de tranquilo, estirado como un hilo o mil kilómetros. ¿qué esperaba? ¿despertar frente al mar y dispersar los cirros, los delirios, con un gesto? ¿apartar, de un plumazo, todo el plomo, todo el peso de este cuerpo? ¿o tal vez nada de nada o, más bien, justo lo opuesto? elige un espejo y dile que no, que mejor otro día, que yo no soy del todo el hoy pero tampoco soy universo garcía y por eso el poso de este dolor lo ahuyento aullando. que si dudando ya me cuelgan los pies por encima de la cabeza, imagínate el vértigo que se me vierte cuando me asiento sobre certezas. ay, ahora tengo muchas cosas en las que no pensar, tanto que decirme, tanto que escucharme, oídos sordos que hacer, tantas bocas que callarme. que si mi hogar está donde está mi trasero ahora encuentro que mi trasero no está donde lo dejé o que han cambiado la cerradura y mi llave se ve intrusa. orfebre de la excusa destartalada, alquimista de la aprensión, mequetrefe a secas, quincalla, fruslería. ahora elige otro espejo y dile que no, que me siento mejor, que sonría. que si pasa lo que pasa es porque pesa lo que pisa y que, a veces, con las prisas, lo que pesa es lo que pasa y lo que pasa es sólo brisa. alivia el escribir, es mi tesoro, mi sonrisa. mi pedazo de no ser que apacigua la virulencia movediza de mis tripas. vuelve a empezar. la vida es corta. la muerte es lenta. finge que esto no es un sueño y despierta soñando. que la esfinge no es nada sin su acertijo y, esto me lo dijo un viejo, que el laberinto no está en los muros, sino en el seso, y que hay un pez en mi barriga que me da paz, y por debajo sólo hueso. 

Edvard Munch

19.10.15

Calabaza.

Tengo una bicicleta con una rueda rota en la esquina de mi pieza, junto al perchero y el armario. Es un armatoste naranja caramelo con las llantas de mostaza y se anuncia como la Calabaza de Orión, todo un escándalo.
Desde luego no es de mi talla, se ve como un juguete. Y si no fuera por la rueda y mi avería ahora mismo estaría pedaleando y no andando pedo y en calcetines, che, dónde hemos llegado.
La razón por la que te escribo esto es porque me he fijado en que me gusta que esté así, rota y bien rota. Y pensé que era importante que lo supieras.
Creo que la Calabaza de Orión tiene, al menos, tres marchas. Pero ya sabes que yo de eso no sé apenas y cojo el piñón de en medio y con las mismas subo o bajo a donde sea. Son cosas nuestras, no nos importa mucho.
De todas formas no sé si llegaré a llevarla al taller, porque antes tengo que comprar un acuario nuevo y mayor para la tortuga y también trasplantar esa rama que encontré, todo crece y, sabiéndome, va para rato.
Pero me paro a pensar y, espera, volvemos a la vieja ruda y pendeja rueda que encima está rota y que se ríe bajo el polvo del neumático dislocado. La veo por el rabillo y se me eriza la nuca y me molesta su sonrisa torcida y sus radios oxidados. Me asquea ese gesto encorvado con las pastillas de freno fruncidas y ese mirar de manillar por encima de la horquilla. ¡Vaya un velocípedo!
¿Cómo iba yo a cabalgar semejante rocín, tal artefacto? ¿Acaso no se ha convertido ya en un mero cartabón con sendos círculos en el bodegón que es mi pieza? ¿Y en qué me quedo yo, entonces, tornado simple pincel con cerdas por cabello y un herrete en el pescuezo?
¿Cómo iba a cabalgar siquiera, con este cuerpo que es de palo, tronco muerto, barnizado? ¿Cómo…? ¡Cómo!
Como comprenderás, todo este asunto quizá me desquició. La rueda rota y ese rollo. La Calabaza en mi pieza, bajo la ventana, en pleno Ochobre. En fin. Todo benne. Cebá el mate.



15.10.15

Está silbando la cafetera.

Está silbando la cafetera. Nahuel dormita en el sofá sobre un manto azul impregnado de elefantes. La estantería yace tranquila. Aquella bombilla descansa. Renton ronca en silencio en su cuarto envuelto en cables y mi pieza aguarda vacía a que alguno como yo vaya y la duerma. Es de noche, cualquier día, tal vez miércoles.

Se enciende una bengala. Respira. Soplan las torres del momento en la penumbra y se percibe un murmullo, un leve murmullo. Como el hueco  vacío y sordo que dejaran aquellas maletas tuyas en el polvo y todos los cachivaches y mamotretos que olvidaste. Como aquellas huellas que dejamos y que nunca volvimos a pisar. Como aquel qué, como este silencio.


Me olvido y vuelvo a empezar. Necesitamos, lo primero, una buena excusa. Después confiar en una aguda improvisación e ir desarrollando la estratagema bien poquito a poco. Sin precipitarse. Es importante llevar un buen corte del pelo  e ir debidamente aseado y afeitado. No problemo. 

Comienzo, pues, esperando el autobús. Está silbando la cafetera. Suelto chapas relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora viajo.

Añoro las aves en el portaequipajes y los ceniceros colmados y las cintas de velcro en lugar de complejos cordones. Añoro los polos de Popeye y el no saber qué comió aquél ayer. Añoro guiñar un ojo y que al abrirlo aparezcas tú con un paisaje cualquiera y que seas tú. Y hasta aquí.


Cara B. No te encuentro. No me encuentro. Descansas bajo mi pupila aun cuando no te sueño y lo demás no es más que atmósfera. Pero a mí me arrolló la corriente y ya no sé ni a quién le escribo, reflejado en la luna reflejada en un charco.

Me apeo en la siguiente, lo prometo. Y pasa la estación, pasa la vida, pasan los letreros, los malos recuerdos, la buena onda, los viejos remordimientos, los reproches astillados. Esa flor brillaba, hoy es tarde, no la has visto. Cómo se va. ¿Cómo te va? Parada en curva, no se tropiece.

Es de noche. La luz de los faroles se esparce naranja por el asfalto. La basura retoza en su rincón y las sirenas cantan a unas manzanas con la garganta partida y suero y ruido de motor. La hora afilada en Metrópolis sin sombrilla ni chaleco: un desastre.

Aquí tengo que empalmar y el jodido bus no llega. Tengo dedos de mimbre y los monchis me hablan en otomano con queso de cabra y maldita sea la hora en la que me veo yo, aquí, otra vez.

Y pensé que sabría evitar la vieja claustrofobia cuando me encontrara en esas, pero entonces apareces, ahí, justo entre el lado de acá y lo de fuera, con los brazos extendidos, ay, y después de tanto tiempo, y estamos distintos y es lo mismo y ya me distraje otra vez, quién es tú, dónde estás yo.


Me olvido y vuelvo a empezar.

Es de noche. Está silbando la cafetera. Suelto chapas relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora viajo. Por la ventanilla me veo a mí, refractado, y detrás los coches en estampida, las alcantarillas, los destellos de los semáforos. Me apeo en la siguiente, lo prometo. Hace calor y me sobra esta chaqueta y es de noche y ya no llego.

Y luego estás tú, cualquier día, y esa luna, y nada más.



4.10.15

Iguana.

Al salir por la portezuela del rellano cerré los párpados e imaginé que daba vueltas sobre mí mismo y que el fingido hilo que dibujaba el eje sobre el que giraba configuraba el profundo ojo del remolino en que me había transformado. Hice esto para evitar marearme.

Levanté la mirada y ya nada estaba del derecho. Por ejemplo, la calle Lampo debería estar a mi izquierda y sin embargo se encontraba justo debajo de mí. Algo parecido ocurría con la pajarería de la señora Levono, que acostumbraba a ocupar el local del chaflán de rúa Testudo con Pachydermes, dos cuadras a mano derecha, y esta vez se había instalado junto a mí, justo a tres palmos de la manga de mi chaqueta.

Pasé, al menos, un buen rato sin moverme del sitio. Meciéndome acompasadamente con el respirar de los adoquines. En cada bar exquisito se bebía vino joven y las farolas lucían ramos de flores amarillas cada doce pasos, más o menos. De las alcantarillas pude apreciar que emanaban todas las meteduras de pata de la semana pasada, según qué edificios anduvieran cerca.

Algo llamó mi atención por un flanco y, al volverme, lo demás se vino conmigo y tuve que estirar bien la espalda para que no me molestara tanto peso. Cargué con todo, lo viejo, lo nuevo y también esos enchufes resfriados que se visten con el polvo y que tosen esputos eléctricos cuando se les hace cosquillas con alguna clavija bien afilada. No por nada, más bien por si acaso algún día los necesito.

Deambulé por las orillas de cemento desoyendo las fachadas y procurando escuchar algo en cada pieza, como quien juega con la rueda de una radio y se desplaza resbalando entre diales sin saber qué día es ni si tras la persiana se esconde una luna, una persona, o si se trata tan sólo de una piedra perdida en el firmamento o tal vez un níscalo pisoteado en el asfalto.

Se oye un ruido blanco que envejece y se hace gris, se enmudece, se asesina; hay una vieja canción que entorna sus brillantes pupilas al verme así, tan sentado y con los pies colgando de una página, y acaricia en silencio mi contorno, que se embelesa acurrucado.

No logro recordar esa palabra, esa que es blanda como un trozo de domingo un octubre por la tarde. No consigo acordarme de aquel verbo, aquel verbo cálido que nos esculpía arrugas de alegría en cada poro. He olvidado esta sílaba, y la otra, y se me aprietan los labios bajo los dientes con las cortinas echadas y la tetera rebosando, vacía.

Y yo que quería escribir sobre los cordones de unos zapatos.

Trepé erguido por la calzada y pateé una lata vieja que se cruzó a mi paso. Busqué respuestas y no hallé más que mentiras. Indagué para ver si encontraba, al menos, alguna pregunta y me vi solo y con la duda, atiborrado de pragmatismo y jarabe de eucalipto para la tos.

Al final supe deslizarme como un lagarto por los canalones y ya se sabe: desde arriba se ve todo como subido a algo. Y todo es más pequeño pero uno no es necesariamente más grande. Y a todo se le adivina la incipiente calva en la coronilla desde esta perspectiva. Y con la lengua silbando entre unos dientes de reptil uno no oye verdaderamente lo que se dice por ahí, sino que palpa las atmósferas y se escabulle cuando es lo más útil.

Así pues, me deshice. Aparté las escamas que me sobraban y las dejé bajo el escaño de la cocina, junto a las macetas secas y las bombillas derretidas. Apuré un último aliento, magullado, y cubrí de cenefas las bisagras de mis sienes. Hay que ser más líquido, tener algo de vapor —leí escrito en cada quicio—, un tanto menos de carne y, sin duda, menos de superficie.
 
Lynnette Shelley