Al salir por la portezuela del rellano cerré los párpados e
imaginé que daba vueltas sobre mí mismo y que el fingido hilo que dibujaba el
eje sobre el que giraba configuraba el profundo ojo del remolino en que me
había transformado. Hice esto para evitar marearme.
Levanté la mirada y ya nada estaba del derecho. Por ejemplo,
la calle Lampo debería estar a mi izquierda y sin embargo se encontraba justo
debajo de mí. Algo parecido ocurría con la pajarería de la señora Levono, que
acostumbraba a ocupar el local del chaflán de rúa Testudo con Pachydermes, dos
cuadras a mano derecha, y esta vez se había instalado junto a mí, justo a tres
palmos de la manga de mi chaqueta.
Pasé, al menos, un buen rato sin moverme del sitio.
Meciéndome acompasadamente con el respirar de los adoquines. En cada bar
exquisito se bebía vino joven y las farolas lucían ramos de flores amarillas
cada doce pasos, más o menos. De las alcantarillas pude apreciar que emanaban
todas las meteduras de pata de la semana pasada, según qué edificios anduvieran
cerca.
Algo llamó mi atención por un flanco y, al volverme, lo
demás se vino conmigo y tuve que estirar bien la espalda para que no me
molestara tanto peso. Cargué con todo, lo viejo, lo nuevo y también esos
enchufes resfriados que se visten con el polvo y que tosen esputos eléctricos
cuando se les hace cosquillas con alguna clavija bien afilada. No por nada, más
bien por si acaso algún día los necesito.
Deambulé por las orillas de cemento desoyendo las fachadas y
procurando escuchar algo en cada pieza, como quien juega con la rueda de una
radio y se desplaza resbalando entre diales sin saber qué día es ni si tras la
persiana se esconde una luna, una persona, o si se trata tan sólo de una piedra
perdida en el firmamento o tal vez un níscalo pisoteado en el asfalto.
Se oye un ruido blanco que envejece y se hace gris, se
enmudece, se asesina; hay una vieja canción que entorna sus brillantes pupilas
al verme así, tan sentado y con los pies colgando de una página, y acaricia en
silencio mi contorno, que se embelesa acurrucado.
No logro recordar esa palabra, esa que es blanda como un
trozo de domingo un octubre por la tarde. No consigo acordarme de aquel verbo,
aquel verbo cálido que nos esculpía arrugas de alegría en cada poro. He
olvidado esta sílaba, y la otra, y se me aprietan los labios bajo los dientes
con las cortinas echadas y la tetera rebosando, vacía.
Y yo que quería escribir sobre los cordones de unos zapatos.
Trepé erguido por la calzada y pateé una lata vieja que se
cruzó a mi paso. Busqué respuestas y no hallé más que mentiras. Indagué para
ver si encontraba, al menos, alguna pregunta y me vi solo y con la duda, atiborrado
de pragmatismo y jarabe de eucalipto para la tos.
Al final supe deslizarme como un lagarto por los canalones y
ya se sabe: desde arriba se ve todo como subido a algo. Y todo es más pequeño
pero uno no es necesariamente más grande. Y a todo se le adivina la incipiente
calva en la coronilla desde esta perspectiva. Y con la lengua silbando entre unos
dientes de reptil uno no oye verdaderamente lo que se dice por ahí, sino que
palpa las atmósferas y se escabulle cuando es lo más útil.
Así pues, me deshice. Aparté las escamas que me sobraban y
las dejé bajo el escaño de la cocina, junto a las macetas secas y las bombillas
derretidas. Apuré un último aliento, magullado, y cubrí de cenefas las bisagras
de mis sienes. Hay que ser más líquido, tener algo de vapor —leí escrito en
cada quicio—, un tanto menos de carne y, sin duda, menos de superficie.
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