Está silbando la cafetera. Nahuel dormita en el sofá sobre
un manto azul impregnado de elefantes. La estantería yace tranquila. Aquella
bombilla descansa. Renton ronca en silencio en su cuarto envuelto en cables y
mi pieza aguarda vacía a que alguno como yo vaya y la duerma. Es de noche,
cualquier día, tal vez miércoles.
Se enciende una bengala. Respira. Soplan las torres del
momento en la penumbra y se percibe un murmullo, un leve murmullo. Como el
hueco vacío y sordo que dejaran aquellas
maletas tuyas en el polvo y todos los cachivaches y mamotretos que olvidaste.
Como aquellas huellas que dejamos y que nunca volvimos a pisar. Como aquel qué,
como este silencio.
Me olvido y vuelvo a empezar. Necesitamos, lo primero, una
buena excusa. Después confiar en una aguda improvisación e ir desarrollando la
estratagema bien poquito a poco. Sin precipitarse. Es importante llevar un buen
corte del pelo e ir debidamente aseado y
afeitado. No problemo.
Comienzo, pues, esperando el autobús. Está silbando la
cafetera. Suelto chapas relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora
viajo.
Añoro las aves en el portaequipajes y los ceniceros colmados
y las cintas de velcro en lugar de complejos cordones. Añoro los polos de
Popeye y el no saber qué comió aquél ayer. Añoro guiñar un ojo y que al abrirlo
aparezcas tú con un paisaje cualquiera y que seas tú. Y hasta aquí.
Cara B. No te encuentro. No me encuentro. Descansas bajo mi
pupila aun cuando no te sueño y lo demás no es más que atmósfera. Pero a mí me
arrolló la corriente y ya no sé ni a quién le escribo, reflejado en la luna
reflejada en un charco.
Me apeo en la siguiente, lo prometo. Y pasa la estación,
pasa la vida, pasan los letreros, los malos recuerdos, la buena onda, los
viejos remordimientos, los reproches astillados. Esa flor brillaba, hoy es
tarde, no la has visto. Cómo se va. ¿Cómo te va? Parada en curva, no se
tropiece.
Es de noche. La luz de los faroles se esparce naranja por el
asfalto. La basura retoza en su rincón y las sirenas cantan a unas manzanas con
la garganta partida y suero y ruido de motor. La hora afilada en Metrópolis sin
sombrilla ni chaleco: un desastre.
Aquí tengo que empalmar y el jodido bus no llega. Tengo
dedos de mimbre y los monchis me hablan en otomano con queso de cabra y maldita
sea la hora en la que me veo yo, aquí, otra vez.
Y pensé que sabría evitar la vieja claustrofobia cuando me
encontrara en esas, pero entonces apareces, ahí, justo entre el lado de acá y
lo de fuera, con los brazos extendidos, ay, y después de tanto tiempo, y
estamos distintos y es lo mismo y ya me distraje otra vez, quién es tú, dónde
estás yo.
Me olvido y vuelvo a empezar.
Es de noche. Está silbando la cafetera. Suelto chapas
relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora viajo. Por la ventanilla
me veo a mí, refractado, y detrás los coches en estampida, las alcantarillas,
los destellos de los semáforos. Me apeo en la siguiente, lo prometo. Hace calor
y me sobra esta chaqueta y es de noche y ya no llego.
Y luego estás tú, cualquier día, y esa luna, y nada más.
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