Cuando Regorio Sánchez se despertó una mañana después de un sueño húmedo, se encontró sobre su cama una horrible mancha de esmegma con aspecto de meconio. En ciertas culturas translatitudinales, y en otras quizá no tan ciertas, este signo es considerado inequívocamente como el peor de los augurios, si no el peor. Pero Regorio, que era un tipo algo curioso, aunque tampoco exageradamente cultivadísimo, ignoraba estas cábalas y erudiciones y no le dio mayor importancia, ni una miaja, y se limitó a retirar la sábana bajera del colchón y a arrojarla con desdén al rincón de la ropa sucia.
Se llegó al retrete desdeñando al tipo del
espejo y defecó fastuosamente, cosa de tres kilopondios de caca entre concreta
y licuada. Después se echó un poco de agua del grifo por la cara, se vistió con
unas prendas del montón de la ropa limpia y se fue a currar.
Regorio Sánchez se ganaba el parné barriendo
pelo en la barbería de Ferpudo García, apenas a dos cuadras de su casa, pero
desde que la catástrofe de la central térmica de biomasa de Estramonia dejara a
toda la población rematadamente calvorota y con cabeza de rodilla apenas tenían
más tarea que chismorrear con los parroquianos, ahora discapacitados capilares,
que seguían pasando por allí por pura rutina y por no tener trabajo, ni nada peor
que hacer.
Entró por la puerta bajo el tintineo de una
campanilla oxidada.
—¿Qué tal? —saludó Fer
—Bah… ni fulastre, ni fabuloso —rezongó
Regorio.
—Pues por aquí más o menos de lo mismo —dijo
el otro—. De momento no hay ni medio pelo que barrer, puedes sentarte a leer
las revistas, si te sale.
—¿Y me vas a pagar por ello? —replicó
Regorio.
—Tampoco te voy a cobrar —sentenció Ferpudo.
Regorio se dejó caer en la bancada de
plástico y agarró el primer panfleto de la cesta. Se trataba del número
cuatrocientos diecisiete de la revista Hez!, de otoño del 73. Observó
detenidamente la portada: Un par de odaliscas otomanas enarbolaban un cáliz
como sacado de la segunda cruzada en chancletas, con un rótulo ocre parduzco
que rezaba: «Los Lupanares de Bursa: Erotismo y Coprofagia en el Medievo malqueda
tardío». Abrió la revista por una página al azar.
El primer artículo que se encontró fue una
reseña de la novedosa Escalera de Bristol, desarrollada por el doctor en
gastroenterología S. J. Lewis y el magnate coprofilántropo K. W. Heaton en la Universidad
del Sudoeste de Ingleterra, en la que se detallaba escrupulosamente una
clasificación en siete grados de las heces humanas en base a su consistencia de
lo más didáctica; toda una maravilla de la ciencia, un avance extraordinario de
suma relevancia.
El siguiente artículo, firmado por la zoóloga
estrombolinesa Mónica Cafutti, describía las particularidades fisiológicas de
los marsupiales de las antípodas con gran detalle. Resulta que el koala, sin
irse por las ramas, se alimenta en su temprana infancia de la mierda verdosa de
su mamá koala sorbiendo directamente del lanudo ojete de ésta, con el
inconfundible y delicioso aroma del ocalito redigerido y excretado que eso
conlleva; una delicia. Y también resulta que los uómbats pardos del sotosuelo
austral tienen la pericia de esculpir sus zurullos en forma cúbica, lo cual sin
duda resulta una ventaja evolutiva bastante pragmática y un interesante
atractivo para adquirir sin más dilación al menos un par como mascota; por
aquello de que estos dados marroncitos sean más fáciles de recoger, no caigan
rodando colina abajo en caso de que la hubiere y, desde luego, por verse mucho más
llamativos y exóticos que las aburridas boñigas normales. Se remataba este
artículo con unas notas de la becaria adjunta Ester Colero acerca de las
virtudes y bondades cosméticas de las bostas de facóquero, pero tenía una
caligrafía tan mala que no se entendía apenas nada, así que Regorio pasó de
largo.
De seguido, leyó un tercer y acertado ensayo
metaescatológico que especulaba sobre la existencia o no del plusquamperfeckt,
dado lo intangible del concepto mismo por definción. Martin Hezdegger -el
autor-, parte de la premisa del perfekt, que supone la ejecución
excelente de una cagada al punto que, al limpiarse uno el orificio, se
encuentra con la superficie de papel higiénico absolutamente impoluta,
inmaculada, incólume y tautológicamente higiénica, pudiendo entonces tirar de
la cadena como único requerimiento restante para tomar la operación por
consumada. Pues bien, Hezdegger va un paso más allá en la metaescatología
teórica afirmando que, conocida y refutada la existencia de estos perfekt,
podía inducirse, apoyándose en la Teoría de Juegos de von Neumann y Morgenstern
y en los preceptos avanzados de la dinámica de fluidos, que podría practicarse
un plusquamperfekt cuando el defecante en cuestión tuviera la
incuestionable certeza de haber excretado un perfekt a tal nivel, que
estimara del todo inútil y definitivamente innecesario el mero hecho de
comprobarlo mediante la prueba del algodón o, en este caso, del papel de culo.
Un genuino acto de fe por antonomasia y de suma cero. Cierra el estudio
contemplando incluso la posibilidad de un plusquamperfekt que
desaparezca escurriéndose por las cañerías de desagüe sin el requisito de tirar
de la cadena, un plusquamperfekt plus ultra, por proponerle un
calificativo; lo cual supondría quizás un progreso demasiado excesivo para la
mentalidad del momento.
Por último, Regorio dio con un interesante
artículo médico acerca de los trasplantes de microbiota fecal; un procedimiento
mediante el cual se inyectan heces de un donante sano, previo paso por una
licuadora casera, directamente en el colon del paciente por una incisión en el
abdomen con una jeringa pastelera así de grande. El objetivo de esta técnica es
repoblar una flora intestinal desmejorada con las bacterias, gérmenes y bacilos
necesarios para su correcto funcionamiento. Algo así como con los koalas, pero
por vía hipodérmica. Incluso sirve como método de adelgazamiento; todo
ventajas.
—¿Has oído esto, Fer? —dijo Regorio.
—¿Lo cuálo?
—Esto que pone aquí de los implantes de caca
para mejorar la fauna intraestinal.
—¡Ah, pues claro! —respondió Ferpudo con cara
de sinalefa— Conozco a un tipo que se injertó mierda de artista y desde
entonces caga acuarelas y bodegones.
—Pues a mí no me vendría nada mal darles un
giro a mis deposiciones —declaró Regorio—. Estaba pensando en algo musical.
Estilo fagot o así.
—Yo te recomendaría más bien la hez de
gimnasta; aumentaría tus cualidades psicomotrices, y la elasticidad en lo menos
un setenta por ciento.
—Eso
serían demasiadas moléculas para mí —replicó Regorio—, ¿qué opinas de la mierda
de un uómbat?
—Uf, esa es carísima.
—Bueno, de todas formas, no gano lo
suficiente para costearme el tratamiento —se lamentó Regorio— aunque se tratara
de la mierda de un mendigo.
En ese mismo instante, se levantó una ventolera estupenda que abrió la puerta con tremendo escándalo y el tintineo quejumbroso de la campanilla oxidada, a la par que sendos relámpagos, fulguraron al unísono escoltados por sus respectivos tronares y la inesperada aparición de una siniestra figura en el umbral; como en una falacia de lo más patética.
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