31.10.20

Molar.

Me cago en mis muelas. Tengo el juicio podrido y sarro sarroso en las coronas. Calzo miasmas en las comisuras de mi bocaza y me apesta el aliento, pero mal. Espero en la sala del dientista a que me llegue el turno de ser devorado. A mi izquierda, un quídam con bisoñé ojea una revista pornográfica de rarezas de lo más perturbadora y percibo su bragueta humedecida. A mi otra izquierda, una tipa fea como un simposio de liendres se hurga las encías como si buscara el interruptor de autodestrucción que acabe con ella. A mi otra izquierda no hay nadie sentado, pero, a su lado, el general Otto Von Bismark se acicala el esfínter que ocultaba su pickelhaube prusiano, ahora en su regazo de tres piernas. Por megafonía cantan mi nombre: Toca huir. Pongo los pies en polvo rosa y, claro, de primeras me resbalo, pero al segundo intento ya emprendo la escapada. A mi paso sale un enano de dos metros con coraza enarbolando un martillo hidráulico y un estuche de rotuladores Carioca® al que le faltan los colores primos. Lo esquivo y salto por encima del mostrador para caer de lleno en una bañadera infame de grosella templada. No pasa nada. La voz mecánica del interfono reitera la llamada. Me salgo, olvidando las chancletas, y me abrigo con el albornoz de felpa que me alcanza una sepia con gafas opacas. Le digo: “Vaya, aquí la comida es realmente terrible”, y el otro me ignora y se escabulle por ahí. Por la ventana aparece entonces un cuarteto de cuerda sarajevita, que me dispara proyectiles de cerumen con sus oboes y clarinetes haciendo las veces de cerbatanas. Golpeo al primero con el puño abierto entre los ojos y al segundo le regalo un guantazo a mano vuelta. Ambos se quejan de lo lindo y lo ominoso, pero yo obvio todo eso y me ensaño con el tercero, arrancándole los botones del chaleco de pana uno a uno mientras una desbandada de bugres y plantígrados se le salen por la tráquea. Después de un rato, ya con los nudillos tumefactos y una melodía feísima pegada en el tarareo, me giro y descubro que estoy en medio de un casamiento, y no sólo eso: Yo soy el novio, yo soy el párroco, yo soy el daguerrotipista y también el resto de los asistentes por descontado. Levanto el velo bleige de la novia, que también soy yo, y esta me devuelve mi propia sonrisa sin incisivos ni de arriba ni de abajo. Me cago en mis muertos entonces y le suelto un cabezazo que yo mismo también sufro. Otra vez: Me despierto en lo alto de un edificio de oficinas y ladrillos y cemento con muchas escaleras hacia lo alto que no llegan a ningún lado y aún así, como siento que ya vienen a agarrarme, me encaramo y subo. Desde arriba distingo mi propio vértigo y me digo: “Oye, tú, como te caigas te vas a convertir en un charco en el suelo”. Y así se me escurre el pie en el escalón de alabastro y me precipito al vano y me hago charco. Otra vez: Espero en la sala del peloquero, en una silla incomodísima, de solo dos patas, y me pregunta con un cartabón sobre la cabeza que si necesito las esdrújulas para algo concreto. Me escapo. Se me aferran unas manos al lomo y trato de zafarme. Paso por delante de los columpios y hago un alto para deslizarme por el tobogán. Al final me espera un escualo cartilaginoso con las fauces abiertas en un ángulo obtuso y, como no puedo desviar mi trayectoria, ni practicar ningún tipo de parábola o estratagema, intento transfigurarme en un ácido correoso o en cualquier otra sustancia que neutralice a mis enemigos, pero solo consigo metamorfosearme en pelusa umbilical y así atravieso el tracto digestivo de la bestia oceánica para salir por su ano caldoso trasformado en guano de pez. Recobro mi figura original sin mucho esfuerzo, aunque olvidándome de las cejas, y vuelvo a la sala del dientista. Me lo encuentro talando una araucaria que le había brotado en el enchufe del instrumental y aprovecho que tiene las manos ocupadísimas para desgarrarle el cuello en dos antiestéticas mitades con la llave del buzón y salir de ahí por ancas. Me topo de nuevo con el enano de dos metros. Ahora gasta una cara feísima y me apunta con una ballesta fabricada con los trozos de una ballesta más grande. Le digo: “¡Cuidado, tras de ti!”. Y de detrás del enano de dos metros aparece un enano de tres metros que se lo zampa tal que así. Sigo huyendo, tropezándome con los dientes dientes dientes que se me van cayendo de la boca y estos rebotan y se esparcen por el piso como canicas perladas. Al fondo del pasillo un viejo bosquimano en su iglú pesca con caña en la lámpara de araña barroca del techo. No pican. Sigo corriendo. Otro dientista diferente al de antes me persecute haciendo chirriar una pulidora terrible. Se apaga la luz. Ahora solo veo el negro negro negro y unos colmillos espléndidos que sonríen sin labios. Entonces me cago encima y un reguero tibio arroya por mis piernas hacia los calcetines. Vuelve la luz. Un cinocéfalo papión se mastica sus propios pezones. Vuelve la luz. En un tablado en damero hay cien científicos por cada mil militares. Vuelve la luz. Me caigo caigo caigo por el agujero de mis caries particulares. Intento asirme a algo, pero los restos del desayuno de café y cigarro se deshacen entre mis dedos de corchopán y caigo caigo caigo por un orificio sin fondo. Llego al fondo. No hay nada de nada de nada, solo cal y sal, y cosas que riman con rorcual. Miro arriba, trascendental, más allá del cielo de la boca, justo encima del paladar y ahí mismo me encuentro otra vez esperando esperando esperando en la sala del dientista y me cago en mis muelas entonces.

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