—¡Vengo a cortarme los pelos! —exclamó el extraño de bata beige con un aliento de sarro funesto.
—Lo
primero, buenos días —respondió Fer iracundo—, lo segundo, ¿qué pelos? Eso no
posible es.
—Pues
estos cuatro y medio que me crecieron por esta parte de aquí —señalándose la
cocorota deslucida—, fruto de un experimento de fertilidad en el cual trabajo.
—¿Y por qué no
se los corta Ud. mismo?
—Pues porque
soy doctor, maldita sea, no peloquero. No entiendo una sola palabra en lo que
respecta a rasurar cabezas.
—Vale,
siéntatese justo aquí —apuntó a la butaca agarrando unas tijeras de níquel—,
ahora mismo se los liquido en un periquete.
Ferpudo se
puso zarpas a la obra con evidente fascinación. Hacía años que no veía un solo
pelo, ni la más leve pelusa, desde antes de la calamidad de la central de Estramonia.
—Vaya, hacía
años que no veía un solo pelo —mencionó entonces, acariciando la barbilampiña
cabellera—, ni la más leve pelusa. ¡Qué maravilla! Debe de ser vosted un genio.
—¡No, qué va!
—dijo humilde el doctor— Eso no es nada. Deberías ver mis avances en materia
fecal. Estoy desarrollando un procedimiento alternativo de permuta de masa
gástrica que revolucionará la Ciencia y me arrojará de lleno a los anales.
—¿Qué es eso
de permuta de masa gástrica? —preguntó Fer.
—Fundamentalmente
un trasplante de heces normal y corriente, pero dicho de un modo más ciencioso
—aclaró el doctor, atusándose el pelambre.
—Vaya, eso me
interesa —interrumpió de pronto Regorio, interesado—, ¿y por cuánto me saldría
someterme a ese procedimiento tan alternativo?
Al doctor se
le afiló el rostro y un viso maloso refulgió en su estrábica mirada.
—Bueno
—masculló entre muelas—, aún está en fase experimental, ya sabes, primero
tendría que comprobar una serie de datos, realizar los ajustes pertinentes…
—¿Experimental?
—inquirió Regorio—, eso suena a peligroso de cojones.
—¡No, qué va!
—respondió el doctor—, suena a experiencia. Y a mental; cosas buenas —aclaró.
—Pues aquí
tengo diecisiete rixdales, diecisiete, no más —pujó Regorio, convencidísimo.
—Venga, dale
—aceptó el otro.
—¿Y te vas a
ir así, sin más, con un completo desconocido que ni siquiera es calvo del todo?
—espetó Ferpudo, advirtiendo que se le escapaba el primer cliente en décadas.
—Soy el doctor
Phulanus, coloproctólogo forense de la Universidad de Mariboro, en la Actual
Antigua Yugoslavia; a su servicio de caballeros —se presentó Phulanus.
—A mí me vale
—dijo Regorio.
—¡Pues coge tu
sombrero, póntelo, y fuímonos a mi laboratorio secreto pero tal que ya mismo!
—apremió Phulanus.
Y tal que así
se fueron Regorio y el doctor Puhulanus, mientras Ferpudo García les despedía
desde el umbral agitando en alto su puño enfurecido.
Caminaron
largamente por las retorcidas calles del epiperímetro de Koboldo y no se llegaron
hasta bien pasada la hora de la merienda. El laboratorio ocupaba un decaído
garaje situado entre sendos solares humeantes y una ciénaga pantanorrorosa.
—Vaya, aquí
huele a mierda, pero mal —declaró Regorio.
—Pues espera a
olerlo por dentro —respondió Phulanus.
El doctor
levantó la persiana galvanizada y del interior emanó una vaharada inmunda y
masticable que parecía provenir de las mismísimas letrinas del infierno, una
mezcla entre sulfuro de mierda y lo que cagaría un oso hormiguero de cloaca con
paperas cebado con durianes podridos. Regorio se oyó gritando: “¡Qué son esos
malditos animales!”. Y cayó desmayado por la peste.
Se despertó un
rato después con un dolor de cabeza feísimo y amarrado a una camilla mugrienta
en posición de litotomía. Miró a su alrededor: El laboratorio del doctor
Phulanus parecía una mazmorra de serie B, húmeda, oscura y repleta de trastos y
cachivaches ordenados de forma aleatoria. En los estantes había tarros con
fetos en formol, instrumental diverso, más tarros con glándulas y úlceras
también en formol, un primoroso repertorio de cánceres, una más que encantadora
colección de cuchillos bien filosos y un abanico multicolor de enjundias,
substancias y productos.
De esto que
aparece el doctor Phulanus.
—Vaya, no
pensé que fueras a despertarte —dijo—. Pues ya es mala suerte, porque se acaba
de terminar el sedante —confesó, relamiéndose los labios y dejando sobre la
mesa una botella vacía de anestesia Romanova.
—¡Suéltame,
hijo de puta! —gritó Regorio.
—Me temo que
no puedo hacer eso —agarró una manguera hedionda y la conectó a una válvula
hidráulica—. Verás, yo siempre fui un chico enfermo. De niño tenía paperas como
dieciséis veces al año, de adolescente padecí una macedonia de síndromes y
fimosis múltiple, y ya de adulto tuve que lidiar con la terrible alopecia y el
pie de atleta —pulsó una serie de botones y las agujas de los indicadores se
menearon tal que así—. Por eso dediqué
décadas al estudio y a la investigación, a veces haciendo uso de métodos un
poco censurables, para, finalmente dar con el color natural de la resolución:
Un organismo cualquiera que detentara un cóctel de bacterias escogidas en
perfecto y ario equilibro dentro de su sistema gastrointestinal podría
desarrollar una serie de cualidades como son la inmunidad frente a cualquier
patología, el incremento de las capacidades físicas y psíquicas, e incluso la
inmortalidad perpetua —aumentó la presión del aparato haciendo girar una
ruedecilla de plástico, un silbido espantoso anegó la hedionda atmósfera del
laboratorio y la máquina expulsó un hongo de vapor marronáceo verdoso.
—¡Estás
majareta, fulano! —exclamó Regorio, intentando zafarse de sus ataduras.
—¡Y tanto que
sí! —carcajeó Phulanus, haciendo una mueca rara.
Blandió el
doctor el otro extremo de la manguera y, sin más, se la incrustó a Regorio por
el gaznate hasta el píloro.
—¡Alégrate, compinche!
—dijo— ¡Pronto serás el primer Übermacht de toda la Historia! Pero antes
he de practicarte un lavado bacteriológico de la cavidad abdominal, esto es
bombearte agua con enzimas por lo que viene siendo tu tracto digestivo, ¡Bon
appétit! —y accionó una palanca con pinta de importante.
El poderoso
chorrazo de agua con aditivos atravesó los intestinos de Regorio, que se
revolvía impotente y lleno de dolor en la camilla, sin poder gritar, ni hacer
nada de nada. Tras unos segundos en los que la tripa de éste fue hinchándose de
manera calamitosa y poco sana a ojos vista, hasta desbordarse, y otro chorro
parecido, pero en marrón mostaza, salió despedido como un géiser fangoso por el
mismísimo culo de Regorio.
Phulanus
volvió a trastear con los comandos de la consola y redujo la presión, como bien
señaló la aguja del manómetro, hasta que el manantial anal de Regorio cesó.
—Estupendo
—notificó—. Ahora viene la parte complicada— alcanzó otra manguera conectada a
un tanque descomunal y se la enchufó a Regorio entre las nalgas—. Como ya dije,
para un sistema inmunitario óptimo se necesita una macedonia de bacterias de lo
más variada. Este tanque de aquí está anexionado a la red de alcantarillado de
la ciudad. La mayor mezcolanza de mierdas imaginable justo debajo de nuestros
pinreles; una mina. Estás a punto de convertirte en un auténtico dios entre los
hombres.
Regorio pensó
entonces en lo feliz que hubiera sido cagando acuarelas y bodegones o incluso
defecando dados de uómbat meramente por echarse unas risas, y entonces el
doctor Phulanus apretó el botón más terrible de todos: el de color chocolate.
Sucedió un
estruendo, como un borboteo pastoso, y el vientre de Regorio volvió a inflarse
de manera desproporcionada. Las tripas se le apretujaron entre sí con terribles
sacudidas peristálticas, las petequias de sus ojos se le tiñeron de la
tonalidad del barro y tal que así se le salieron de las cuencas con sendos
chasquidos sordos, plop-plop, y de sus orejas salieron disparados perdigones
de cerumen manchados de caca en todas direcciones. Un espectáculo francamente
desagradable.
El doctor
Phulanus fue a apagar la maquinaria, pero ocurrió una suerte de cortocircuito y
aquello empezó a soltar un humo nefasto al tiempo que seguía bombeando batido
de cagarrutas en los adentros del desdichado Regorio hasta que, por fin, éste
explosionó en una millonada de pestíferos pedazos, manchándolo todo de
inmundicia sanguinolenta y dejando el laboratorio hecho un completo desastre,
un auténtico ascazo.
—Vaya, pues se
hizo mierda —lamentó Phulanus, enjugándose la cara con la manga de la bata.
Y marchó a la
fierrotería a por una manguera nueva con la que limpiar aquel estropicio.
Rubén Padrón |
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