Escribe con tinta azul poemas, y hombres con peceras por barriga. Nadie va a casa. Todos viajan en cajas de cristal hacia lo que ellos creen que es el cielo, mientras que pocos piensan en que en las mismas, de madera, dormirán bajo tierra.
Todo hace ruido y yo me siento a tender la ropa mientras cualquiera me cuenta historias de armadillos borrachos y loros sin plumas que fuman en pipa haciendo pompas de jabón mientras se ajustan sus monóculos escupiendo en los libros viejos y quemando las ramas del árbol más viejo de mis ojos.
Se rompió. Aquel embalse en el que nos bañábamos quebró sus murallas y corre libre por la ladera. Agua y fango, piedras, hojas... pero no huele mal, el pueblo sonríe mostrando los dientes que aún le quedan. Amarillos. El embalse mañana estará igual de lleno, y los peces harán glu-glu mientras saborean esa mierda que les echamos. Algunos de ellos, los más naranjas, brincarán cuando salga el sol, y las flores rosas frunzan el ceño por haber dormido esa noche solas.
La gente... la gente que yo veo no ve esas cosas. No ven nada, y eso les encanta. Cartones y trozos de bolsas de plástico. Pum-pum. Seis hielos. Pum-pum.
Me da igual, mis peces comerán hoy un bistec. Mañana pastel de repollo y espero que pronto una fabada. Mis peces dirán también glu-glu con una sonrisa en los labios. Mis peces guiñarán un ojo a la luna y las nubes agitarán los brazos de un lado a otro mientras recitan los versos perdidos de un pobre loco encerrado en el disfraz de un cuerdo elegante que cabalga sobre jirafas en llamas y lee las muescas de las piedras que antaño fueron el plato de ciervos verdes y gordos.