Llegué a Salt Cave City en el sudoroso ómnibus, haciendo
escala en Kingwall, la temprana tarde estaba fría y gris, con charcos de nieve
aún agonizando en las aceras.
Había recorrido unas ciento quince millas junto con mi nuevo
ilustrador, Apolo Slondo, un tipo fuerte y barbudo que no dejaba de fumar hash,
había llegado a la revista hacía un par de años de su Split natal con la
intención de convertirse en una estrella de la viñeta y hacer portadas para
Rolling Stone y Random House, pero terminó haciendo garabatos para el loco
borracho de Paul Village… pobre de mí, con Numen desaparecida apenas podía
ilustrar sus dibujos con artículos basura y cuentos manidos.
Ni siquiera recuerdo el asunto que nos había llevado hasta
la ciudad de Louis Lion y Vincent Woodland, nos deslizamos desde la parada del
ómnibus, en la calle Villalobos, hasta un tugurio melancólico cuyo neón magenta
rezaba “Poulet”. El ambiente rezumaba los olores del vino y el humo, buscamos
una mesa apartada y nos pusimos a trabajar en nuestras cosas con sendos
escoceses con hielo. Yo terminaba un artículo sobre el Derby de Sherry y Slondo…
Slondo no dejaba de pintarrajear servilletas mientras anegaba sus fauces en
licor, ensimismado en su propia furia al prestarle atención al partido de los
Lions.
Pasaron las horas y pronto en la calle no hubo más que
tímidos copos de nieve bajo el anaranjado foco de las farolas, la atmósfera del
Poulet se había transformado en un bullicio de copas entrelazadas y animadas
charlas embriagadas, hacía rato que había apartado mi estéril atención del
Derby y me mantenía enfrascado en un relato de Morris West mientras los hielos
de mi cuarto vaso se fundían y formaban una película transparente y líquida en
la superficie del whisky. Levanté la vista para advertir a mi colega de que
iría a pedir otra ronda, pero me encontré solo en la mesa, pensé que habría ido
al baño o algo así, así que me estiré un poco y me puse en pie con movimientos
temblorosos para llegar a la barra y sentarme frente a ella. Hice un gesto para
atraer la atención del barman, que me respondió con un gesto con el dedo para
que esperara un segundo. -¿Qué os pongo?-dijo cuando finalmente apareció
irrumpiendo mi ensimismamiento –Otro Passport con hielo-exhalé. -¿Y la
dama?-contestó con un movimiento de cabeza. -¿Dama? ¿Qué da…?-pensé yo, -Vodka con
Kahlúa y leche-dijo una voz a mi lado.
Al principio me quedé estupefacto, pues no recordaba haber
llegado allí con ella, pero pronto comprendí que no había sido más que un
malentendido, no era más que la chica de al lado, me giré hacia la mesa buscando
a Slondo mientras el barman exclamaba “¡Passport con hielo y ruso blanco!” para
la canción vital del garito, del que no quedaba rastro. Me armé de un falso
valor inducido por el brebaje y me volví a dar la vuelta para hablar con la
perfecta desconocida con la que compartía barra, justo al instante en el que
nuestras bebidas aparecían ante nosotros.
-No… no eres de por aquí ¿verdad?-dije finalmente.
-¿Cómo lo has sabido?-preguntó con una sonrisa amistosa.
-Por el acento, se nota que eres sureña, justo ahora estaba
terminando un artículo sobre el Derby de Sherry…
-¡Ah! Así que eres periodista…-afirmó con curiosidad.
-Supongo… preferiría ser escritor de verdad… por cierto,
¿cuál era tu nombre?
-Cory.
-¿Cory?
-Sí… viene de…
-¡Da igual!-interrumpí-Me gusta así, me gusta Cory.
-Gracias-se rió-¿Y el tuyo?
-¿Mi qué?-pregunté desconcertado.
-¡Tu nombre!-dijo con una carcajada.
-¡Ah, ah! Pues es Paul… viene de… de Paul supongo.
-Pues encantada, Paul-declaró ofreciéndome su vaso para
brindar.
Con el chasquido de los vasos mi memoria se desvaneció en
una neblina, sumergida por lo menos hasta la cintura, lo justo para poder
recordar sinuosas imágenes sin siquiera captar algo de las profundas conversaciones
que se acontecieron después, como un viaje de veinte mil leguas de verborrea
submarina que pasas en tu camarote, vomitando y mareado por el bamboleo de este
Nautilus que algunos llamaron realidad.
Sí que puedo acordarme del paseo hasta la calle Villalobos
para coger el ómnibus de vuelta a San Frutos, donde encontré a Slondo tumbado
bajo una capa de fina escarcha abrazado a una botella vacía de Johnny Walker
con una sonrisa infantil entre la descuidada barba. Me despedí allí mismo de
Cory, envuelta en la matutina niebla.
Subí al ómnibus con dolor de cabeza y ojeras, había perdido
mis libretas de apuntes y todo lo que llevaba encima, no lo lamenté, sólo
lamento no tener ni una dirección, ni un teléfono, ni siquiera un apellido…
aquel ómnibus no me iba a llevar a casa.