La casa se veía extraña, como regida por una
densa soledad, las paredes parecían cercarse amenazantes sobre mí, todo cargado
de las maletas del regreso. Es normal —pensé—, han pasado bajo mis pies muchos
kilómetros en los últimos meses y aquí, bueno, aquí no ha pasado ninguno.
—Entonces —dijo Séiquer mientras servía los
últimos tragos del brik de clarete—, el imaginario tiene las manos jodidas
porque el real se ve a sí mismo inválido frente a la isla ¿no?
—No había pensado en ese enfoque —contesté yo,
atento—, pero sí, está bien, la verdad es que es una buena lectura.
—Y lo que le pase al real podría afectarle al
imaginario.
—¡Sí! —respondí entusiasmado— ¡Es eso! Gracias,
de verdad. Me viene perfecto para el final de la historia. Espero poder
escribirla así.
—Seguro que puedes, tienes buenas ideas.
Y con el último acorde de Eclipse y la última bocanada de humo y el cartón vacío arrugado en
la papelera, se fue, dejando tras de sí la soledad que me acompañaba antes de
que llegara.
Apagué las luces. Llegó el Otoño y ahora el
viento sopla para que las hojas se caigan.
Soñé con que Claire —esto es la idea de la que
estoy enamorado— no se daba cuenta de mi presencia, y yo intentaba llamar su
atención, y sus ojos nunca se cruzaban con los míos, que la buscaban con vehemencia,
y poco a poco me iba volviendo invisible y ya sólo podía poner zancadillas a la
gente por la calle.
Un coche viejo y destartalado, algo así como
un Volkswagen Escarabajo amarillo, llegaba a una vieja y destartalada casa. Nos
bajábamos Claire —idea del amor—, Tiger Lily —idea de la felicidad— y yo. Quizá
alguna persona aleatoria más, pero ya sabéis cómo son los sueños. Alguien me
preguntaba: —¿Todo esto es tuyo?— y yo contestaba: —Bueno, sobre el papel sí,
pero digamos que es nuestro.
Y después un tiburón gigante engullía de un
bocado a las gemelas Olsen, dejando en el agua una nube de sangre, o
maquillaje, algo así.
Desperté tarde, en el número 9 de Ninguna
Parte donde el buzón reza: “Deje sus cartas aquí, Sr. Cartero”, cansado pero
con ganas de llenar una o dos páginas y a otra cosa. Escribí: “Estamos locos,
pero de diversión”, y ya no supe qué más poner. Pensé en pantanos y sauces.
Pensé también en aquel cuento que quería escribir sobre la mostaza. Nadie lo ha
hecho aún, creo.
¿Pues sabe qué le digo, Sr. Cartero? Guarde
mis cartas para otra ocasión, que ahora mismo ha llegado el Otoño y el viento
está soplando.