30.9.12

El viento sopla para que las hojas se caigan.


La casa se veía extraña, como regida por una densa soledad, las paredes parecían cercarse amenazantes sobre mí, todo cargado de las maletas del regreso. Es normal —pensé—, han pasado bajo mis pies muchos kilómetros en los últimos meses y aquí, bueno, aquí no ha pasado ninguno.

—Entonces —dijo Séiquer mientras servía los últimos tragos del brik de clarete—, el imaginario tiene las manos jodidas porque el real se ve a sí mismo inválido frente a la isla ¿no?
—No había pensado en ese enfoque —contesté yo, atento—, pero sí, está bien, la verdad es que es una buena lectura.
—Y lo que le pase al real podría afectarle al imaginario.
—¡Sí! —respondí entusiasmado— ¡Es eso! Gracias, de verdad. Me viene perfecto para el final de la historia. Espero poder escribirla así.
—Seguro que puedes, tienes buenas ideas.

Y con el último acorde de Eclipse y la última bocanada de humo y el cartón vacío arrugado en la papelera, se fue, dejando tras de sí la soledad que me acompañaba antes de que llegara.
Apagué las luces. Llegó el Otoño y ahora el viento sopla para que las hojas se caigan.
Soñé con que Claire —esto es la idea de la que estoy enamorado— no se daba cuenta de mi presencia, y yo intentaba llamar su atención, y sus ojos nunca se cruzaban con los míos, que la buscaban con vehemencia, y poco a poco me iba volviendo invisible y ya sólo podía poner zancadillas a la gente por la calle.

Un coche viejo y destartalado, algo así como un Volkswagen Escarabajo amarillo, llegaba a una vieja y destartalada casa. Nos bajábamos Claire —idea del amor—, Tiger Lily —idea de la felicidad— y yo. Quizá alguna persona aleatoria más, pero ya sabéis cómo son los sueños. Alguien me preguntaba: —¿Todo esto es tuyo?— y yo contestaba: —Bueno, sobre el papel sí, pero digamos que es nuestro.

Y después un tiburón gigante engullía de un bocado a las gemelas Olsen, dejando en el agua una nube de sangre, o maquillaje, algo así.

Desperté tarde, en el número 9 de Ninguna Parte donde el buzón reza: “Deje sus cartas aquí, Sr. Cartero”, cansado pero con ganas de llenar una o dos páginas y a otra cosa. Escribí: “Estamos locos, pero de diversión”, y ya no supe qué más poner. Pensé en pantanos y sauces. Pensé también en aquel cuento que quería escribir sobre la mostaza. Nadie lo ha hecho aún, creo.

¿Pues sabe qué le digo, Sr. Cartero? Guarde mis cartas para otra ocasión, que ahora mismo ha llegado el Otoño y el viento está soplando.

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