Esta mañana
tomé como siempre un café rápido sin nada para mojar cuando el sol aún no había
salido y dejé la taza vacía en el fregadero para limpiarla cuando volviese del
trabajo una vez el sol se hubiera acostado. La calle estaba solitaria y fría,
yo caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha cuando vi un
resplandor delante de mí, como una ranura en la acera que se iba abriendo
liberando una luz cegadora y dejando a la vista una rampa que descendía bajo la
ciudad. No pensé en el trabajo entonces, ni en qué sería todo aquello,
simplemente me dejé llevar como atraído por imanes a través de esa abertura.
El suelo
empezó a deslizarse hacia las profundidades, calculo que estaría ya por debajo
incluso de los túneles de metro. Una extraña sensación invadió mi cuerpo, una
terrible comodidad, como cuando se vuelve al hogar, al subterráneo útero de
nuestra existencia.
Tras una
pálida neblina, fui a parar a una enorme sala llena de gente. Me sentía confuso
y perdido, pues era una estancia harto extraña, toda pintada de blanco y llena
de luz, me resultaba imposible determinar la altura del techo, que parecía tan
alto como el cielo y en algunos momentos casi podría alcanzarlo levantando los
brazos.
Un tipo con el
pelo largo y desgreñado del color de la paja y los ojos de un azul mortecino se
me acercó todo vestido de blanco perla.
—¿Y tú qué has perdido? —me dijo.
—¿Yo? —respondí sin salir de mi
desconcierto.
—Sí, tú. ¿Qué has perdido?
—No lo sé. Iba por la calle y sin saber
cómo he venido a parar aquí. ¿Qué es este sitio?
—Está bien —contestó de forma
enigmática—, sigue todo recto y ve al ascensor, no tiene perdida.
Avancé como me dijo buscando la salida,
no tardé mucho en encontrar una larga cola de gente que aguardaba frente a una
rampa ascendente y me puse al final. Otro tipo, este más envejecido que el
anterior se fijó en mi.
—¿Tú también, eh? —me dijo con una
triste sonrisa.
—Sí —respondí otra vez—, supongo.
—Mi mujer y mis hijos han muerto
¿sabes? —empezó a decir— Un conductor borracho.
—Vaya —contesté—, lo lamento de veras.
—Ya no queda nada aquí para nosotros.
—¿Nosotros? ¿A qué te refieres?
—A nosotros, hombre, los hijos
huérfanos de la Tierra. Nuestra vida ya no tiene sentido aquí.
—No te entiendo —le dije perplejo— ¿A
dónde lleva esa rampa?
—A otro mundo. Este no es para nosotros
ya.
—Pero, pero —no salía de mi asombro—,
yo no puedo ir, no quiero ir. ¿Dónde está la salida?
—No hay salida. La única salida es el
ascensor. Si estás aquí es porque debes ir.
Me quedé sin palabras, y sin haberme
percatado la cola había avanzado y ya estaba en el umbral del ascensor. Intenté
salir, pero unos hombres con ojos de reptil me empujaron dentro y la puerta se
cerró tras de mí.
Estaba ahora en una especie de cápsula,
hubo un estruendo y un penetrante dolor invadió mi cuerpo. Me doblé por la
mitad y apenas podía ver con los ojos llenos de lágrimas y un agudo silbido en
los oídos. El tiempo dejó de existir mientras yo yacía encogido en un rincón de
mi receptáculo. No había pensamientos en mi cabeza vacía, sólo dolor. Sentí que
todo iba hacia atrás, como si cada partícula de mi cuerpo se fuese separando
hasta llegar al espermatozoide y óvulo originales. Un galimatías de chasquidos
y ráfagas de colores.
Un ardor inundó mi pecho cuando todo
cesó y volví a respirar. Me levanté y salí de la cápsula con el cuerpo
tembloroso y empapado en sudor. El dolor había desaparecido y apenas podía
recordarlo ya. Me vi entonces en la plaza de una extraña ciudad. Cientos de
personas salían como yo de sus cápsulas y todas se abrazaban con extraños seres
de forma humana y mirada de lagarto como los que me habían empujado antes, no
acierto a determinar cuánto tiempo había pasado desde entonces.
Uno de ellos se acercó a mí con una
sonrisa de serpiente que dejaba entrever unos afilados colmillos. Me quedé
paralizado por el miedo. Pasó uno de sus brazos por encima de mis hombros y me
condujo con paso sosegado.
—¿Sabes dónde estás, verdad? —preguntó
arrastrando las eses que resbalaban por su lengua bífida.
—No —respondí casi sin aliento.
—Estás en Sísifo, ya no debes temer
nada. Todo irá bien a partir de ahora.
—¿Sísifo? No entiendo nada… ¿Por qué
estoy aquí?
—Porque nada te ataba en la Tierra.
—¿Qué quieres decir, es que estamos en
otro planeta?
—Por supuesto, estás en Sísifo ahora.
Aquí no sentirás más hambre, ni sed, ni frío, ni miedo. Aquí no podrás ser
triste.
—Pero… ¿cómo he llegado aquí?
—Estás lleno de preguntas, pero
tranquilo —me dijo—, pronto las olvidarás y podrás vivir en paz. Calla ahora, te
enseñaré tu nuevo hogar.
Paseamos por las calles de Sísifo
durante horas, calles llenas de edificios inconmensurables que se elevaban
sobre nuestras cabezas, no había tiendas ni restaurantes, sólo gente vestida de
blanco que paseaba ensimismada con una sonrisa absorta. Parecía una especie de
cielo donde las almas pasaban la eternidad con el suave rumor de sus propios
pasos descalzos. Aún así, aquello me asustaba.
Llegamos por fin a la que había sido
asignada como mi propia casa. No era más que una habitación diáfana con un
colchón circular en el centro y grandes ventanales por los que se veía la
infinita urbe.
—Éste es tu lar. Ahora eres libre para
no temer —dijo el ser desde el umbral—. Aquí te dejo ahora.
Me quedé solo en el aposento, mirando
por la ventana intentando comprender qué estaba pasando. Mis ojos se fueron
acostumbrando al blanco cegador que producían los dos soles del cielo y que
parecían no dejar nunca paso a la noche. Tras unas horas de divagaciones, me
acosté en el cómodo colchón. Tal vez despierte de esta pesadilla, pensé antes
de sumirme en un profundo sueño.
Desperté bien descansado y los dos
soles seguían en el mismo sitio. Así será difícil ser consciente del paso del
tiempo, pensé. Me sentía totalmente renovado y contento, algo gris dentro de mí
había desaparecido. Coloqué un par de mullidos cojines frente al ventanal y me
senté a observarlo todo desde las alturas. Verdaderamente los habitantes de
Sísifo no hacían más que pasear y contemplar el mundo, la vida en este planeta
se había reducido a la mera y plácida existencia, sin necesidad de comer o
beber. Era como un limbo donde nada tenía importancia.
Alguien tocó a la puerta con suavidad y
salí de mi ensimismamiento para abrir. Era un joven que no superaría en mucho
los veinte años y que, a diferencia del resto de habitantes del planeta,
presentaba un rostro cansado y ojeroso medio ocultado por los cabellos
azabache.
—Hola —dijo rápidamente mientras
entraba y cerraba la puerta tras de sí.
—Eh… hola —respondí yo, sin turbarme
demasiado por su inquieta actituda—, ¿quién eres?
—No lo sé —contestó—, quiero decir, no
tengo nombre. Aquí nadie lo tiene.
—Yo sí.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
—Pues… —pensé unos instantes— No lo
recuerdo.
—¿Ves? —dijo entonces— A ti también te
han lavado el cerebro. Escucha, tienes que largarte de aquí. Vente conmigo. De
vuelta a la Tierra. Aquí no estamos seguros.
—¿Qué?
—Somos comida. Los lagartos nos tienen
aquí de alimento.
—¿Qué dices? ¿Qué lagartos?
—Ellos. Los que nos han traído aquí. No
son hombres. Es un disfraz. Nos traen aquí y nos hacen creer que vivimos en el
Nirvana, o algo así. Y luego nos devoran.
—Pero… —respondí incrédulo— eso no
tiene ningún sentido.
—No hay tiempo para más explicaciones,
he encontrado la forma de escapar. Si quieres venir conmigo, ahora es el
momento. Si no, puedes quedarte a esperar a que te devoren.
Me miró con sus penetrantes ojos negros
y sin decir una palabra más, abrió la puerta y caminó con paso acelerado por el
largo pasillo que conducía a las escaleras. Después de unos segundos
dubitativos, salí corriendo tras él.
—Está bien —dijo satisfecho—, sígueme a
cierta distancia y camina despacio y tranquilo, que no sospechen. No tardaremos
en llegar a la plataforma de lanzamiento.
Caminamos
durante un buen rato bajo la silenciosa mirada de los ojos de serpiente que nos
vigilaban. Intenté no llamar la atención con las manos en los bolsillos y
silbando una despreocupada melodía, pero me sentía nervioso con el rostro tenso
y la vista fija en el suelo a excepción de fugaces vistazos que dirigía a mi
misterioso compañero.
Por fin llegamos a la plataforma de
lanzamiento, un edificio enorme con grandes pórticos y altísimas columnas
parecido a una siniestra catedral blanca. El joven me agarró entonces de la
manga y me llevó a un rincón donde no podían vernos.
—Muy bien —empezó a decir apresurado—,
hay algo que debes saber antes de embarcarnos: Salir de Sísifo está prohibido
para los humanos.
—¿Y cómo pensabas huir?
—He estado observándoles durante mucho
tiempo y he visto cómo lo hacen. Todos tienen una marca, un corte en los
pulgares. Creo que es por donde salen de su disfraz de humano. Tenemos que
hacernos esos cortes.
Sacó un afilado escalpelo de su
bolsillo y se abrió los pulgares con limpios cortes verticales que cruzaban la
uña hasta la primera falange dividiendo el dedo en dos. Se limpió la sangre con
una gasa y rápidamente agarró mi mano para practicarme la misma cirugía. Me
zafé con un movimiento brusco, atónito por el arrebato de locura que acababa de
presenciar. Miré sus decepcionados ojos, que reflejaban el miedo a hacer
aquello solo; no era locura lo que habitaba en aquellas esferas negras. Tomé el
escalpelo y sin pensarlo dos veces, rasgué la carne de mis pulgares encogido
por el punzante dolor. Ahogué un grito apretando los dientes hasta que no podía
oír más que el rechinar de los mismos. Con los ojos llorosos, me limpié la
sangre que pronto dejó de brotar y fuimos hacia las filas de gente que esperaba
ser enviada a la Tierra.
Nos pusimos en filas distintas para no
llamar la atención, y antes de cruzar el acceso a nuestras respectivas
cápsulas, nos lanzamos una mirada cómplice, algo así como un “hasta pronto, nos
vemos en casa”.
Esta nave era diferente a la que me
había traído a Sísifo, era una burbuja de un material extraño, un tanto
elástico recubierto de una película húmeda. Vi a través de las translúcidas
paredes los dos soles blancos brillando y, tras un destello cegador, todo se
volvió negro manchado de estrellas que se iban difuminando hasta perderse de
vista. Me vi entonces en un caos lleno de color, una ensoñación distante. Sentí
náuseas y cuando me quise dar cuenta caí desmayado en la ovalada superficie
interna de la burbuja.
Desperté con una brusca sacudida. Sentí
cómo la burbuja se ralentizaba mientras atravesaba las nubes y podía divisar ya
las verdes colinas llenas de árboles que cercaban una ciudad fantástica con
edificios bulbosos de colores. El aterrizaje fue suave, y la burbuja se
desvaneció en cuanto acarició el suelo.
La ciudad en la que me encontraba no
presentaba el mismo aspecto vista desde el suelo. Los edificios parecían
deshabitados y no había más señales de vida que las plantas que surgían de
grietas en el asfalto y que trepaban por las desvencijadas fachadas. Vagué sin
sentido durante un rato, cuando el silbido de un dardo pasó junto a mi oreja.
Me giré y vi una bandada de críos armados con cerbatanas que corría hacía mí.
Sobresaltado, emprendí la huída por las retorcidas calles hasta que alguien me
arrastró dentro de un pequeño callejón. Los niños salvajes pasaron de largo.
—¿Quién eres tú? —me dijo mi salvadora.
Tenía unos preciosos y sinceros ojos verdes y una larga melena castaña. Sus
ropas eran primitivas e iba cargada con un arco y un carcaj lleno de flechas.
—No recuerdo mi nombre.
—¡Oh! —un destello cruzó su mirada— ¿Y
de dónde vienes?
—Es una larga historia.
—Está bien, ya habrá tiempo. Tenemos
que ponernos a salvo. Te llevaré a nuestro asentamiento. ¡Vamos! —exclamó con
ímpetu, y salió corriendo cogiéndome de la mano.
—¿Cómo te llamas? —pregunté mientras me
trastabillaba por su ágil paso.
—Soy Umma.
Salimos de entre los altos edificios y
llegamos a los lindes de un bosque viejo donde unas cuantas tiendas
confeccionadas con largos troncos y pieles de animales parecidas a tipis indios
formaban un círculo en torno a una hoguera. El clan estaría formado por unos
veinte individuos entre los que había hombres, mujeres y niños, todos parecían
cazadores nómadas, armados con arcos. Umma me llevó hasta el jefe.
—¿Quién es este extraño, Umma?
—preguntó el jefe con tono serio.
—Lo encontré en Cátar, estaba siendo
perseguido por los póvocs. Dice no
recordar su nombre y viene de muy lejos.
—¿De dónde vienes, extraño? —me
inquirió con su penetrante mirada.
—Pues… —no sabía qué contestar. Era
obvio que habían pasado cientos, quizás miles de años desde que había
abandonado la Tierra; tampoco podría decirles que había caído del cielo tras un
viaje intergaláctico— no lo recuerdo, desperté hará unas horas en aquella
ciudad y no sé dónde estoy.
—Umma —dijo entonces el jefe—, trae
algo de agua y comida para nuestro invitado —su mirada se fijó en mis manos—. Y
unos vendajes para curarle esos dedos heridos.
Comí vorazmente y bebí hasta la
saciedad. Me habían untado un ungüento en los cortes de los pulgares y
empezaron a cicatrizar con una velocidad asombrosa. Me cedieron una tienda —que
ellos llamaban vigvamo— donde pasé la
noche, y al alba, el jefe vino a despertarme y me llevó a pasear por los
senderos del bosque.
—Nuestro pueblo tiene una antigua
leyenda —comenzó a decir—. Dice que un día, llegará un misterioso hombre desde
más allá de las estrellas. ¿Ese hombre eres tú?
—Sí —respondí asombrado—, ¿acaso vengo
para salvaros de algo?
—No —contestó el jefe, ahora en un tono
más tierno—. Más bien nosotros te salvaríamos a ti.
—¿De qué?
—De ti mismo. Has vagado demasiado
tiempo y tu destino desde que naciste era ser feliz. Ahora formas parte de
nosotros, eres nuestro hermano.
—Pero… —titubeé.
—Recuerda
cuando eras joven y brillabas como el sol.