»Caminando así, descubrí el pozo al nacer el
día.
Desde el miércoles todos los días han sido miércoles. He
escuchado cinco notas como en un silbido y no han parado de sonar. Me ha
crecido el pelo y la barba, creo que es algún extraño viejo síndrome nuevo. Me
palpé entre las costillas bajo la pulpa y me pareció sentir que hay una especie
de sustancia viscosa, como un miedo antiguo o una cagalera del alma. Cantan los
domadores de autocarros en Leiria y la carretera hacia el vale do Tejo se pasa
de veras joroschó en un santiamén cuando el sol se pone rojo y triste y la
cúpula es púrpura como la vieja berenjena.
Aún sufro una misteriosa resaca, creo que desde aquel día en
que compré un par de cabezas de ajos y zanahorias y algo de tomate en rama y
después bebí vino y cerveza en una casa enterrada bajo un mar de tranquilidad
en un lado no demasiado luminoso de la luna, de hecho más oscuro que los puntos
de las fichas del dominó.
Sucedieron vesches extrañas esa noche, y yo me revolqué un
poco por los charcos y me manché los pantalones vaqueros fuera de moda. Pero no
brotó el viejo vino esa vez, solo unos pequeños rasguños.
Fue entonces cuando vi al otro Alonzo. Una suerte de yo
mismo a través de un espejo pálido que no paraba de llevarse la botella a los
labios y libar el humo gris. Otra testa más y a mí me duele la cabeza que da
vueltas como el viejo molino que rechina con los oxidados lamentos del viejo
cansancio.
No me gusta ese otro Alonzo que revuelve mis tripas y hace
que mi garganta haga goch-goch y pone los ojos de buitre en blanco mientras
eructa y se rasca la barriga.
Creo que esto se debe a los pliegues que a veces noto tras
los ojos y hay una especie de demonio vestido de traje y con sombrero que fuma
de una pipa y que está asustando a todos los animales que viven aquí arriba.
¿Y ahora qué pasa, eh?
Me asomé entonces al pozo y ahí estaba Jack el ahorcado,
colgando por el cuello de la soga que, antes de que el pozo se secara, servía
para amarrar el cubo con el que se sacaba el agua fresca. Lo reconocí por el
cogote, siempre desplumado por la parte del remolino en la que nacía una incipiente
calva.
—¿Qué haces ahí, Jack? —le grité desde el alféizar, pero no tuve
respuesta— ¡Jaaack! —volví a gritar, agitando la cuerda para que se balanceara.
Levantó Jack una pupila hacia arriba, y me vio asomado a un
disco de cielo, al menos desde su punto de vista.
—¡Alonzo! —saludó con una voz ronca—, ¿qué haces ahí arriba?
—Nada —respondí yo—, paseaba y encontré este pozo.
—¿Pozo? —preguntó Jack el ahorcado mientras intentaba mirar
alrededor—, pensé que esto era una chimenea.
—Espera un segundo, te sacaré de ahí.
Tiré durante un rato de un extremo de la soga y conseguí
sacarle del pozo. Le ayudé a sacudirse el polvo y el barro de la ropa vieja y
me di cuenta de que había crecido varios centímetros desde la última vez. Su
cuello presentaba varias marcas enrojecidas y estaba realmente estirado,
incluso parecía que, de tan largo que lo tenía, no podía sostener el peso de su
cabeza y ésta se mantenía ligeramente inclinada hacia un lado.
—Qué mal aspecto tienes, Jack —le dije.
—Es mi cuarta condena este mes —respondió con indiferencia.
—Dentro de poco tendrás el cuello tan largo que llevaras la
cabeza colgando y lo verás todo del revés —le advertí, pero no le importó, dijo
algo de que cuando has sido ahorcado tantas veces ya no sabes qué está del
revés y qué del derecho, y al final te acaba dando igual todo eso.
En el fondo del pozo, Jack el ahorcado tenía razón, y yo no
tardaría en darme cuenta de que mi propia garganta también se había ido
estirando poco a poco por no haber encontrado algunas palabras, de que a veces
también me cuesta discernir qué son pozos y qué chimeneas. ¿Y ahora qué pasa,
eh? Si cada vez que no acierto con la letra mis trazos se convierten en sogas.
1 comentario:
Qué bueno.
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