12.7.13

Dodo.

        —Viejo, ponme una jarra —dije mientras cerraba la puerta para que el bochorno no alterase la fresca atmósfera que removían los desvencijados ventiladores del Noche de la Alegría. Era una de esas noches de verano llenas de vulturno y mosquitos y yo había pasado toda la tarde encaramado a mi ventana contemplando el ajetreo de las golondrinas bajo el sosegado planeo de las cigüeñas.
         —¿Un mal día? —contestó el viejo al tiempo que limpiaba una jarra.
         —¿Cómo lo sabes? —pregunté.
         —Últimamente sólo vienes cuando tienes un mal día —aclaró, y me sirvió la cerveza fría.

         Sorbí un par de tragos, sediento y desanimado a partes iguales. Agarré unos cuantos palillos y los deshice en astillas entre los dedos. Volví a beber.

         —Bueno —dijo finalmente el viejo, después de atender a Jerry bigotes— ¿Vas a quedarte ahí sentado bebiendo o me vas a contar lo que te ocurre?
         —Supongo que ambas —respondí, y pegué otro trago para aclararme la garganta reseca por la alergia o vete a saber qué—. Verás, llevo unas cuantas noches teniendo sueños extraños, ya sabes, por el calor y eso. En estos sueños yo soy un dodo.
         —¿Un dodo? —interrumpió el viejo.
         —Sí, un dodo. Esas gallinas de veinte kilos del Índico, cerca de Madagascar. Seguro que te suena si lo ves, ya te haré un dibujo después en una servilleta de ahí. El caso es que me veo con ese pico enorme que pesa un quintal y esas alitas enanas y deformes en un gran palacio de dodos hecho de excrementos de dodos y ramitas secas pero no hay ningún otro dodo. Y es normal, pues se extinguieron hace cuatrocientos años o algo así.
         —¿Y qué pasa? —preguntó el viejo, apoyado en su lado de la barra.
         —¿Cómo que qué pasa?
         —¿Qué ocurre en el sueño?
         —Pues… —bebí otro trago— No sé. Nada. Bastante duro es verte como un pollo extinto sin saber volar.
         —A lo mejor no tienes por qué volar —respondió sabiamente el viejo—. Quizás, como dodo, no has nacido para ello. Piensa en los avestruces.
         —Ah, ya. No pueden volar pero ponen huevos gigantes y corren rápido ¿no?
         —¡No, hombre! Los avestruces son bien grandes, pero esconden la cabeza bajo tierra cuando hay algún peligro cerca. No soy un experto en esos dodos, pero no creo que también lo hagan.
         —¿Me estás diciendo —apuré los restos de la jarra e hice un gesto al viejo para que me sirviera otra— que soy valiente?
         —No, coño. ¿Qué idea tengo yo de sueños y de pájaros?
         —Ya —respondí, y me volví a sumir en las doradas profundidades de mi cáliz como si de un espumoso océano se tratara. Pensé en el dodo, y en qué demonios tenía que ver conmigo. ¿Cuándo habrá sido la última vez que leí algo sobre ellos? Tal vez mirando las nubes de camino a casa la otra semana.

         —He estado pensando en tu dodo —me dijo el viejo después de un rato, cuando me servía ya el tercer océano cautivo en jarra—. Creo que sólo te sientes perdido, fuera de lugar, de ahí que te veas sólo como un pajarraco desaparecido.
         —Sí, puede que sea eso —contesté asombrado— ¿Sabes? Últimamente no escribo apenas. No consigo concentrarme. No dejo de ver dodos imaginarios que me distraen con sus cacareos sordos.
         —¿Seguro que estamos hablando de pájaros? ¿Qué tal las cosas por casa?
         —Ya sabes, las mismas humedades de siempre.
         —Amigo, si algo sabe todo el mundo es que las humedades nunca son como siempre. No dejan de crecer como bolas de nieve hasta estrellarse contra algún árbol o alguna roca. O en este caso hacer una gran gotera e inundar la cocina de la abuela del piso de debajo. O mejor dicho, una gotera en tu coco.

         Sonreí hacia mis adentros, el viejo había vuelto a pasarse con las copas de vino entre comanda y comanda, los mofletes rollizos se le habían teñido de carmesí, el color de la sabionda ebriedad y la sincera lengua desatada. Terminé la jarra de un trago. De la radio empezó a emanar un penetrante lamento. Una trompeta ronca y grave como el silencio del campo tras una batalla, profunda como los abismos y los cantos de ballenas. Me sentí tranquilo entonces y me prometí que algún día echaría un dodo a volar.


1 comentario:

andrelo dijo...

Mucha sabiduría!