He aquí el sueño que tuve: Un espejo bien grande y redondo
pendía del techo en medio de una habitación amplia y diáfana. Estaba anclado al
suelo por la parte inferior de manera que podía girar en torno a su eje central
como una peonza, así, mostrando sus dos caras entre canto y canto como una
moneda reflectante y joroschó.
Le di un buen impulso, como jugando a la ruleta de la
fortuna, y mi reflejo, entre giro y giro, empezó a moverse sin hacerlo yo.
Primero, puso el dorso de su mano izquierda frente al
rostro, ocultándolo. En su palma, un gran globo ocular dibujaba círculos con
una inquietante pupila escrutadora que nunca pestañeaba, pues no tenía párpados
sino dedos.
Después, contó los dedos de su otra mano. Diecisiete, pero
sólo cuatro de ellos eran pulgares.
El espejo giraba cada vez más deprisa. Tanto, que más bien
parecía una esfera de cristal como las que utilizan los adivinos, pero sin un vapor
misterioso en su interior, sino mi propia figura reflejada que empezó a
caminar, mas no avanzó ni un solo paso.
Me sentí cansado sólo de mirarlo y lo detuve con mi propio
pie. —Es éste el que ha de andar— le dije a mi reflejo, que se había quedado
ahí quieto, imitándome, señalándose el pie mientras movía los labios—. Es éste
el que ha de gastar suela acompañado por el otro a cada paso. Éstos son los que
se lastimarán con cada piedra y sufrirán de callos y ampollas, también los que
se refrescarán en los ríos del deshielo y descansarán entre la hierba estirando
sus deditos para bostezar con regocijo y alborozo.
Le miré, y entonces él me miró. Abrí un ojo y vi que aún no
había amanecido, que las farolas teñían de un naranja antiguo la noche púrpura
bajo la sonrisa de Chesire sin gato bien blanca y brillante. Cerré el párpado y
en ese espejo no vi a nadie más que a mí mismo durmiendo.
Existen enchufes sin utilizar por toda mi
casa
si es que alguna vez los necesito. —Allen
Ginsberg
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