Un tipo tenía amapolas solas de distintas tintas alojadas en
el cráneo. El estómago estaba lleno de
vino púrpura y asco y los revoltosos estambres de las amapolas estaban justo
delante de mí en la cola del supermercado francés.
Vomitó algo de sangre en la acera y se fue con los doctores,
que le pusieron todos esos cables en el cerebro. —Amapolas —dijo uno—. Es un
lunático perdido.
Dicen que las amapolas son una mala hierba, pero sólo porque
arraigan demasiado rápido. Que son la sangre de los soldados caídos, dicen. Que
te adormecen y todo parece un juego de ajedrez.
Aquel tipo había soñado con cualquier época pero vivía en la
suya, que es lo que hay que hacer. Dormía tranquilo en la alberca entre las
tortugas y bajo una luna sonriente como un minino de Chesire y joroschó.
Compraba el pan todos los días como aquel al que lleva el viento sin dejar que
le despierte. Y sin embargo unos personajes de bata blanca dictaminaban que
aquellas amapolas que se enraizaban entre sus lóbulos eran una mala hierba a
exterminar, como una suerte de baobab maquillado de carmín.
Todo se mueve despacio en el mundo de las flores, eso es
todo.