26.2.15

Espacios vacíos.

Hay una bala en la recámara. Intento no pensar en eso.

Hay cinco espacios vacíos en el tambor. Pero no me parecen suficientes.

Hay una bala esperando. Es una bala fría y dorada a la que no le interesa saber a quién libera, sino arder. Arder en un fogonazo de pólvora. Arder con un estruendo. Arder y huir volando.

Nuestras miradas se esquivan, atrapadas por la gravedad de ese solitario orificio negro que es la boca del cañón. Esos labios metálicos que aguardan besar mi sien o su sien con un colérico pinchazo y exhalar después un soplo humeante, signo de consumación en la lengua del fuego.

Hay una bala en la recámara y mi despreciado comensal hace girar el tambor con violencia. Me pierdo contando los números en la ruleta. Hay una bala. Hay una bala. Hay cinco espacios vacíos. Pero hay una bala.

Clic.

Resoplo con alivio y no sé por qué. Tengo miedo. Tengo miedo de ser testigo de la explosión. Tengo miedo de quedarme sentado y que una cálida lluvia roja me riegue la cara. Tengo miedo de la bala. Independientemente de a quién escoja. Tengo miedo.

Necesito de ambas manos para amartillar el revólver. Es la primera vez que veo uno. Se siente pesado y atractivo entre mis dedos. Así de reluciente y poderoso. La culata está bañada en sudor frío pero no es el mío. Yo no transpiro. Dejé de existir en cuanto me senté aquí mismo y lo que aquí mismo se rifa es otra vida o ninguna. Hasta entonces nadie existe.

Me concentro en los espacios vacíos.

El gélido tacto del cañón se posa en mi sien. Cojo aire. ¿Para qué? Me despido. Me despido de mí mismo porque no hay en mi mente más que yo y esta pistola. Yo y esa bala. Cierro los ojos. Hay una bala. Pongo mi dedo en el gatillo. Hay cuatro espacios vacíos.

Clic.

Exhalo desahogado. Pero dura poco. Abro los ojos y todo sigue igual. Hay un rostro que reverbera odio y una bala. Hay una bala. Aún hay una bala en la recámara y un martillo aguardando con paciencia para penetrarla con rabia.

La realidad inunda mi mundo otra vez. Sólo por un instante. Sin tiempo para sentir nada. Hay una bala.

Clic.

El arma de nuevo en mis manos. Hay una bala y son dos, únicamente dos, los espacios vacíos. Tal vez sea éste, de una vez, el tiro certero. Una parte de mí así lo desea. Acabar con todo. El resto, en cambio, busca cada espacio vacío, aun ensanchando la agonía. Todo yo es una masa con un arma en la mano. Todo yo es una bala buscando un cráneo que atravesar. Todo yo es una bala y un par de espacios vacíos.

Clic.
Michael Thompsett

19.2.15

Miedo y Asco en el velorio de Manu.

         Trataba yo de alcanzar con unos escuálidos dedos que me eran ajenos una pieza de fruta reluciente que pendía de esa rama aterciopelada vestida con cuentas de colores bien brillantes, y, al ver que por más que mi brazo se estirara como el del Señor Elástico jamás alcanzaría siquiera a arañar la resplandeciente pulpa, me situé en una pastilla de jabón del tamaño de un tapir malayo y procuré ponerme cómodo. ¡Ring, ring! Sendos rayos relampagueaban reflejándose en los charcos del suelo. ¡Ring, ring! Apunté con mis pies al cielo y tiré de mis orejas para hacerme un burka de cartílago. ¡Ring, ring! Volaba un pájaro. ¡Ring, ring! ¿O quizá… soy yo…, que estoy yendo… muy… despacio?

         ¡RING, RING!

         Despegué la cara de la almohada y entre las legañas divisé el origen de mis tormentos; el teléfono se estremecía con enojo. ¡Ring, ring! Ahora silencio.

         Estoy en casa, y tras las cortinas se adivina un sol. Mis párpados están como pegados y visto la ropa de antes de ayer, pero al menos estoy en casa. Estoy despierto. El desorden habitual no parece haber experimentado cambio alguno. Mi caos sigue siendo mi caos. Y además es miércoles. Estoy despierto.

         ¡Ring, ring!

         Es César: Malas noticias, Manu ha muerto. ¿Qué ha pasado? Ada lo encontró desnucado en el rellano del club, al parecer resbaló con una piel de plátano. Sí, a Manu le encantaban las bananas. Eso. Qué lástima. Yo aún no me lo creo. Ya. En una hora es el velorio. ¿San Lundo? Sí. Me visto y voy. Vale, nos vemos.

          Estoy frente al lavabo. Miro las cuencas de mis ríos en el espejo. Me enjuago la cara. Manu… Mis pupilas se reflejan en el cristal y en ellas, que son de vidrio, se refleja el propio cristal y me parece que aún sigo colocado.

         No tengo camisas blancas, me visto con un polo gris. La corbata negra de cuando acabé el instituto no aparece por ningún cajón y no sé si abrocharme todos los botones del cuello o dejar un par de ojales desnudos. Tengo unos vaqueros sucios que pasan por negros y una chaqueta oscura que pinta como nueva. Los calcetines son blancos y tienen tomates, pero eso con las zapatillas puestas no se nota y ya estoy listo.

         Estoy en el autobús. No hace calor, pero mi espalda suda como una cascada de residuos y una señora me escudriña de reojo con cara de estar oliendo mi alma perturbada y no gustarle nada. A propósito de estos pensamientos, se produjeron una serie de movimientos peristálticos en mis tripas que literalmente me tocaron en la punta del agujero desde dentro y yo di un respingo metiendo aire. Un sudor frío que apestaba a muscimol me recorrió la frente y lamenté no haber ejecutado un desahucio intestinal antes de salir de casa. Rayos.

         Próxima estación: San Lundo. Pulso el botón. Clic.

         César espera en la puerta fumando yerba. Me ofrece unas caladas. Nos damos un abrazo. Yo le pregunto por el baño y él me dice que aguante, que el acto va a empezar. Yo digo: ¿Acto? Y él abre la puerta y me acompaña dentro.

         Estamos en un mausoleo iluminado por antorchas. Ada llora mientras deja un ramo de mandrágoras a los pies de Manu, que está en un sarcófago como el de Tutankamón, de oro de imitación y ornamentos de sucedáneo de turquesa. Alicia ocupa un asiento, se ve con mejor aspecto que yo, aunque sus ojos están tristes y ausentes; así también es preciosa. Mafalda se mira las palmas de las manos sentada más allá y, al otro lado, Wanda piensa o dormita con solemne templanza. Mis tripas musitan algo.

         Tirito. Me enfado con mis entrañas por no dejarme llorar a mi amigo. Me siento junto a César en un banco con el culo apretado. Nadie habla. El sarcófago seudoegipcio ocupa el centro de gravedad de la cripta y a mí me repta un escalofrío por el espinazo. Se me escapa un pedo, a Melvin se le levantan las orejas como a un zorro acechando un conejo. Se revuelve en su asiento, olfateando. Buscando al culpable, tal vez dudando de su propia inocencia. Pronto sólo quedó el aroma de la brea quemada en las antorchas y no hubo más pesquisas. Sollozos pasajeros. Nadie habla. Nadie habla y me duele la barriga.

         Estoy sentado. Sigo sentado. Un tipo vestido de Elvis oficia el funeral. No entiendo una palabra. Hay una culebra en mi vientre que se revuelve. Edgar sale a continuación y recita de un papel arrugado unos versos negros como el envés de los párpados, para terminar con una desquiciada palabrería que me trajo a la mente al monstruo de Frankenstein. Sudo. Sigo sudando. Mi tez es como musgo fresco en la mañana o un filete en la nevera. Tirito. Mi esfínter está tocando a la puerta de atrás con un ariete de barro blando y con este silencio tan alto no me oigo ni pensar.

         Eco canta ahora. El gran concierto en el cielo, de los Pink Floyd. Mi cabeza se obnubila y la anguila comienza a oscilar y se desliza a escondidas de mi retina distraída y me pringa. Se siente húmedo y cálido ahí abajo y ni me atrevo a moverme. Catástrofe. Busco un agujero. Que se abra el cielo. Que Tutatis nos aplaste sin miramientos. Que desaparezca, por favor, esta pasta diarreica de mi pantalón.

         Melvin se agita de nuevo. Yo miro mi regazo y aprieto los dientes para teletransportarme. Kenzo susurra a Néstor que ya empieza a oler a muerto y yo apenas consigo aguantarme una carcajada histérica que brotó de mi glándula pineal en forma de llanto.

         Estoy llorando ahora. Todos lloran conmigo. Mis calzoncillos empapados y además me falta un amigo. Todos lloran. Siguen llorando.


         Aprovecho el diluvio para encaramarme a una góndola y, remando con las manos, me escabullo sin despedirme y dejando tras de mí el nauseabundo aliento de mi alma perturbada. Huir. ¿Dónde huir, si está todo ya ocupado? Escapar. Desvanecerse en un desván. Huir. Tratar de. Escapar.

8.2.15

Chai con moloco.

         Aquel día varitó dva malencos lonticos de klebo con maslo y odina chascha de chai con moloco y tri cucharadas del sladquino sacarro. Eso le dejó bien llenas las quischcas y scorro ucadió a rabotar a la cantora de la gasetta que era su domo desde que terminó la scolivola.
     Nuestro dorogo drugo es un cheloveco chudesño cuyo imya no voy a revelar. Puede scasarse de él quizá que sea un tanto odinoco, bolnoyo de straco, spugo por el sarco devenir de su chisna. Siendo tan molodo… Es un naso puglio como no hay otro; tal característica nunca ha hecho de él un sodo nadmeño y grasño, sino más bien hizo de este veco un liudo de lo más samantino y joroschó. Aun con todas sus chepucas, dignas del más glupo de los schutos, y sin colocolo en la golová que le chumlase meselos.
     A todo esto, era tan umno que nunca se interesobó por el dorado usy de ser bugato de dengo, lo cual consiste únicamente en cuperar un duco de vesches schutas y otros tantos golis en el carmano. Eso solo eran silaños para él.
     Aquel día, en que munchó klebo con maslo y chai con moloco en el desayuno, no iteó a rabotar; y es que, gulando, sus glasos se dratsaron con otros glasos, bredándose como britbas y haciendo brotar el starrio crobo en su pecho.
     Su gloria era como el boloso de un ángel. Sus glasos como los glasos de una coschca, y esto hacía que a este veco se le abriera una yama entre los plechos. Sus ucos, dobos, aquella rota chudesña, dibujada por tal guba roja. Esos subos relucientes que se videaban cuando fumaba de un cancrillo y el liudo sentía celos del humo que scraicaba el gorlo de ella.
     No habían goborado nunca. El veco ni siquiera había slusado su golosa, la había slusado smecar, pero ese svuco al videarla le llenaba el ploto de radosto y sus nogas temblaban y tuvo un snito en el que dva lubilubaban nagos y ahí una ruca, ahí unos scharros, unos grudos, unos yarboclos, un bruco, una yasicca. Dva por cada. El acto de brojar lo maluolo y crarcar al naito sin niznos ni sabogos, poleando, nuqueando, ubivando, snuflando. Rasdrás, las nogas y la talla de una filosa que te rasrecea bien la golová. Apenas unas minutas, vono, chumchum, y nuestro veco quedó lovetado, plenio en una staja donde no hay prestúpnicos ni maluolos meselos ni polillaves que abran ocnos, plescos en la poduchca. El meselo de ponimar y ser ponimado y así ser odin bolche y joroschó. Teniendo, por fin, un litso que smotar: la china de su chisna.
     Pero no fue más que una spachca. Otra vez. Otra vez el viejo meselo de odina golová besuña.


     El veco, ese mismo naito, cuperó una bolche botella de fuegodoro con dencrom y piteó y piteó hasta caer spatado, sasnutado. Y, al día siguiente, munchó klebo con maslo y chai con moloco.