Hay una bala en la recámara. Intento no pensar en
eso.
Hay cinco espacios vacíos en el tambor. Pero no me
parecen suficientes.
Hay una bala esperando. Es una bala fría y dorada a
la que no le interesa saber a quién libera, sino arder. Arder en un fogonazo de
pólvora. Arder con un estruendo. Arder y huir volando.
Nuestras miradas se esquivan, atrapadas por la
gravedad de ese solitario orificio negro que es la boca del cañón. Esos labios
metálicos que aguardan besar mi sien o su sien con un colérico pinchazo y
exhalar después un soplo humeante, signo de consumación en la lengua del fuego.
Hay una bala en la recámara y mi despreciado
comensal hace girar el tambor con violencia. Me pierdo contando los números en
la ruleta. Hay una bala. Hay una bala. Hay cinco espacios vacíos. Pero hay una
bala.
Clic.
Resoplo con alivio y no sé por qué. Tengo miedo.
Tengo miedo de ser testigo de la explosión. Tengo miedo de quedarme sentado y
que una cálida lluvia roja me riegue la cara. Tengo miedo de la bala.
Independientemente de a quién escoja. Tengo miedo.
Necesito de ambas manos para amartillar el revólver.
Es la primera vez que veo uno. Se siente pesado y atractivo entre mis dedos.
Así de reluciente y poderoso. La culata está bañada en sudor frío pero no es el
mío. Yo no transpiro. Dejé de existir en cuanto me senté aquí mismo y lo que
aquí mismo se rifa es otra vida o ninguna. Hasta entonces nadie existe.
Me concentro en los espacios vacíos.
El gélido tacto del cañón se posa en mi sien. Cojo
aire. ¿Para qué? Me despido. Me despido de mí mismo porque no hay en mi mente
más que yo y esta pistola. Yo y esa bala. Cierro los ojos. Hay una bala. Pongo
mi dedo en el gatillo. Hay cuatro espacios vacíos.
Clic.
Exhalo desahogado. Pero dura poco. Abro los ojos y
todo sigue igual. Hay un rostro que reverbera odio y una bala. Hay una bala.
Aún hay una bala en la recámara y un martillo aguardando con paciencia para
penetrarla con rabia.
La realidad inunda mi mundo otra vez. Sólo por un
instante. Sin tiempo para sentir nada. Hay una bala.
Clic.
El arma de nuevo en mis manos. Hay una bala y son
dos, únicamente dos, los espacios vacíos. Tal vez sea éste, de una vez, el tiro
certero. Una parte de mí así lo desea. Acabar con todo. El resto, en cambio,
busca cada espacio vacío, aun ensanchando la agonía. Todo yo es una masa con un
arma en la mano. Todo yo es una bala buscando un cráneo que atravesar. Todo yo
es una bala y un par de espacios vacíos.
Clic.
Michael Thompsett |
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