Trataba yo de
alcanzar con unos escuálidos dedos que me eran ajenos una pieza de fruta
reluciente que pendía de esa rama aterciopelada vestida con cuentas de colores
bien brillantes, y, al ver que por más que mi brazo se estirara como el del
Señor Elástico jamás alcanzaría siquiera a arañar la resplandeciente pulpa, me
situé en una pastilla de jabón del tamaño de un tapir malayo y procuré ponerme
cómodo. ¡Ring, ring! Sendos rayos
relampagueaban reflejándose en los charcos del suelo. ¡Ring, ring! Apunté con mis pies al cielo y tiré de mis orejas para
hacerme un burka de cartílago. ¡Ring,
ring! Volaba un pájaro. ¡Ring, ring! ¿O
quizá… soy yo…, que estoy yendo… muy… despacio?
¡RING, RING!
Despegué la cara de la almohada y
entre las legañas divisé el origen de mis tormentos; el teléfono se estremecía
con enojo. ¡Ring, ring! Ahora
silencio.
Estoy en casa,
y tras las cortinas se adivina un sol. Mis párpados están como pegados y visto
la ropa de antes de ayer, pero al menos estoy en casa. Estoy despierto. El
desorden habitual no parece haber experimentado cambio alguno. Mi caos sigue
siendo mi caos. Y además es miércoles. Estoy despierto.
¡Ring, ring!
Es César: Malas noticias, Manu ha
muerto. ¿Qué ha pasado? Ada lo encontró desnucado en el rellano del club, al
parecer resbaló con una piel de plátano. Sí, a Manu le encantaban las bananas.
Eso. Qué lástima. Yo aún no me lo creo. Ya. En una hora es el velorio. ¿San
Lundo? Sí. Me visto y voy. Vale, nos vemos.
Estoy frente al lavabo. Miro las cuencas de
mis ríos en el espejo. Me enjuago la cara. Manu… Mis pupilas se reflejan en el
cristal y en ellas, que son de vidrio, se refleja el propio cristal y me parece
que aún sigo colocado.
No tengo camisas
blancas, me visto con un polo gris. La corbata negra de cuando acabé el
instituto no aparece por ningún cajón y no sé si abrocharme todos los botones
del cuello o dejar un par de ojales desnudos. Tengo unos vaqueros sucios que
pasan por negros y una chaqueta oscura que pinta como nueva. Los calcetines son
blancos y tienen tomates, pero eso con las zapatillas puestas no se nota y ya
estoy listo.
Estoy en el
autobús. No hace calor, pero mi espalda suda como una cascada de residuos y una
señora me escudriña de reojo con cara de estar oliendo mi alma perturbada y no
gustarle nada. A propósito de estos pensamientos, se produjeron una serie de
movimientos peristálticos en mis tripas que literalmente me tocaron en la punta
del agujero desde dentro y yo di un respingo metiendo aire. Un sudor frío que
apestaba a muscimol me recorrió la frente y lamenté no haber ejecutado un
desahucio intestinal antes de salir de casa. Rayos.
Próxima
estación: San Lundo. Pulso el botón. Clic.
César espera
en la puerta fumando yerba. Me ofrece unas caladas. Nos damos un abrazo. Yo le
pregunto por el baño y él me dice que aguante, que el acto va a empezar. Yo
digo: ¿Acto? Y él abre la puerta y me acompaña dentro.
Estamos en un
mausoleo iluminado por antorchas. Ada llora mientras deja un ramo de
mandrágoras a los pies de Manu, que está en un sarcófago como el de Tutankamón,
de oro de imitación y ornamentos de sucedáneo de turquesa. Alicia ocupa un
asiento, se ve con mejor aspecto que yo, aunque sus ojos están tristes y
ausentes; así también es preciosa. Mafalda se mira las palmas de las manos
sentada más allá y, al otro lado, Wanda piensa o dormita con solemne templanza.
Mis tripas musitan algo.
Tirito. Me
enfado con mis entrañas por no dejarme llorar a mi amigo. Me siento junto a
César en un banco con el culo apretado. Nadie habla. El sarcófago seudoegipcio
ocupa el centro de gravedad de la cripta y a mí me repta un escalofrío por el
espinazo. Se me escapa un pedo, a Melvin se le levantan las orejas como a un
zorro acechando un conejo. Se revuelve en su asiento, olfateando. Buscando al
culpable, tal vez dudando de su propia inocencia. Pronto sólo quedó el aroma de
la brea quemada en las antorchas y no hubo más pesquisas. Sollozos pasajeros.
Nadie habla. Nadie habla y me duele la barriga.
Estoy sentado.
Sigo sentado. Un tipo vestido de Elvis oficia el funeral. No entiendo una
palabra. Hay una culebra en mi vientre que se revuelve. Edgar sale a
continuación y recita de un papel arrugado unos versos negros como el envés de
los párpados, para terminar con una desquiciada palabrería que me trajo a la
mente al monstruo de Frankenstein. Sudo. Sigo sudando. Mi tez es como musgo
fresco en la mañana o un filete en la nevera. Tirito. Mi esfínter está tocando
a la puerta de atrás con un ariete de barro blando y con este silencio tan alto
no me oigo ni pensar.
Eco canta
ahora. El gran concierto en el cielo, de los Pink Floyd. Mi cabeza se obnubila
y la anguila comienza a oscilar y se desliza a escondidas de mi retina
distraída y me pringa. Se siente húmedo y cálido ahí abajo y ni me atrevo a
moverme. Catástrofe. Busco un agujero. Que se abra el cielo. Que Tutatis nos
aplaste sin miramientos. Que desaparezca, por favor, esta pasta diarreica de mi
pantalón.
Melvin se
agita de nuevo. Yo miro mi regazo y aprieto los dientes para teletransportarme.
Kenzo susurra a Néstor que ya empieza a oler a muerto y yo apenas consigo
aguantarme una carcajada histérica que brotó de mi glándula pineal en forma de
llanto.
Estoy llorando
ahora. Todos lloran conmigo. Mis calzoncillos empapados y además me falta un
amigo. Todos lloran. Siguen llorando.
Aprovecho el
diluvio para encaramarme a una góndola y, remando con las manos, me escabullo
sin despedirme y dejando tras de mí el nauseabundo aliento de mi alma
perturbada. Huir. ¿Dónde huir, si está todo ya ocupado? Escapar. Desvanecerse
en un desván. Huir. Tratar de. Escapar.
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