15.5.15

Trilogía de la caca (III).

         Apuré el vaso y pedí a Poli que lo rellenara mientras yo cambiaba el agua a la aceituna, la historia me había estimulado el esfínter y tenía que abrir la veda. Zozobraba intentando mear dentro y, con la mirada estrábica, perdida en el chorro que yo mismo había creado, me quedé pensando en Marco, reducido a un despojo de caca, sudor y lágrimas y solo en medio de una ciudad ciega y sorda que nada más que apunta con el dedo que nos duele y vi que el rollo de cartón ya no tenía papel, y pensé que jamás volvería a salir de casa sin uno.

         Tiré de la cadena de la que colgaba una etiqueta con la inscripción “fin del mundo” y me acerqué al lavabo un instante, aunque no me lavé las manos antes de salir.

         Cuando volví a ocupar el taburete junto a la barra, descubrí que había llegado otro parroquiano al Diapasón, un tipo calvo, que por cierto se llamaba Ruskin, y que bebía cerveza mientras contaba en voz alta cómo le había dejado su mujer.

         —Estaba yo, tranquilamente en mi sofá, viendo el combate, cuando viene Gloria, mi mujer, y me suelta: Ruskin (así me llamo), he visto una rata en el cuarto de baño. Esperé a que terminara el asalto mientras bebía mi cerveza, ya sabéis cuánto me gusta a mí beber cerveza mientras veo cosas, y cuando terminó, me levanté y cogí la escopeta para matar al bicho con la culata. Pues bien, entro en el baño, y descubro que la rata está agazapada sobre la taza, meando dentro del váter, y que justo después trepa hasta la cisterna y tira de ella. Imaginaos cómo nos quedamos Gloria y yo, Ruskin. Llamamos a la tele y hasta nos hicieron un vídeo reportaje y todo y luego empezaron a llamarnos para dar espectáculos en grandes teatros, incluso llegamos a vender los derechos de imagen de la rata para una telenovela de tres temporadas con película como colofón. Después llegaron las revistas de cotilleos y los paparazzi, no sé si recordaréis aquella dichosa rata.
         —Pues… no —dijimos todos a coro.
         —Total, pues que esa rata se ha ido con mi mujer. ¿Y sabéis que me dijo ella? ¡Que era porque el jodido roedor al menos no dejaba la tapa del váter levantada! ¡Já!
         —Eso es justo lo que suele pasar cuando uno descuida alguno de esos arbustos—musitó O’Mbl, para asombro de todos, tras despertarse con uno de sus ronquidos.
         —¿Qué quieres decir con eso?

         —Que deberías haber aplastado aquella rata cuando se trataba sólo de una simple rata.


14.5.15

Trilogía de la caca (II).

         Me até la uña en cabestrillo y me acerqué a la tasca para charlar con Policarpo el fructífero bajo las torres del momento. De camino miré a los viejos mirando los escaparates de los gimnasios donde muñecos hinchables vibraban con los electrodos aplicados en sus culos y sudaban sus sobacos, el polen me hizo estornudar y los ojos se me enrojecieron; y para cuando conseguí llegar al Diapasón, los mocos me colgaban de la barbilla y sorbía como un tapir rozando el vómito. —No quiero esta noche la botella blanca —balbucí al entrar—, dadme la botella negra de la ceguera—. Poli descorchó un litro del desasosiego y colmó dos vasos sobre la barra. A mi lado dormitaba un anciano llamado O’Mbl que además tenía la barba sucia de vino, y en la única mesa dos carcamales se repartían las fichas del dominó con palillos entre los dientes.

         —Si vieras a mi sobrino —decía uno de ellos—, el muy inútil… El otro día vino a casa mi hermana a traerme la comida, ya sabes, y me cuenta que su hijo, Marco, siempre va con la paranoia de que se ha cagado encima, o que no se ha limpiado bien el culo y lleva todo lleno de mierda. El tío viaja en el metro con la angustia de que la gente puede oler la peste y que saben que es él el que la lleva encima. Y siempre va pálido por ahí y con el viejo sudor frío por la espalda.
         —¡Qué me dices! —dice el otro.
         —Te lo digo. Y resulta que hacía tiempo que había olvidado ese asunto y solía ir más relajado cuando, la otra noche, sentado esperando el bus, sintió cómo una gota de meado serpenteaba por su uretra y se asomaba por el orificio. Se encogió de súbito, así, apretando los muslos, preguntándose de dónde carajo habría salido aquella gota, si no tenía ganas de mear. Miró alrededor, buscando sin éxito algo que le distrajera y le hiciera olvidar el dorado torrente que amenazaba con empapar su dignidad, ahogándole en la más profunda de las vergüenzas: Mearse encima.
         —Estás hecho todo un poeta.
         —Son estos tragos, que me divierten. En fin, llega el autobús, Marco se sube, y enseguida percibe las miradas clavándosele por los costados; vuelven los sudores, se pone a temblar. Lanza furtivos vistazos a las perneras de sus pantalones para cerciorarse de que no hay un charco bajo sus pies. No lo hay, y respira. Pero enseguida vuelve a mirar de reojo y palpa disimuladamente su pene intentando averiguar qué le está pasando.
         —¿Y qué le pasó al final?
         —A eso voy; el muy mamarracho se empieza a marear y se baja en la siguiente parada. Está como a tres cuartos de hora de su casa y a esas horas ya no tiene cómo regresar más que a pie. De repente, le da una punzada en el estómago que le llega hasta el ojete y salpica su calzoncillo con la pasta caliente y húmeda y se echa a llorar ahí mismo.
         —Joder, sólo faltaba que le lloviera.
         —También llovía. Y se había tumbado en un charco de meados.
         —¡Vaya nochecita!
         —Si yo te contara…

Roland Topor

13.5.15

Trilogía de la caca (I).

         Hay una grieta en el techo que me observa. La veo tumbada en el rincón, al otro lado de la pieza, como unos labios de alabastro. Enciendo un cigarro de estraperlo y trato de ahuyentarla con el humo como trazando un círculo de sal en el que no pueda agarrarme. Desde que me quedé cojo de una mano, hace un mes o así, me suelo descubrir distrayéndome con la alquimia del samsara o con un metrónomo, y no consigo concentrarme en la historia. Quiero decir que no sé qué quiero contar; y tampoco se me ocurre siquiera cómo empezar. Supongo que podría decir que todo comenzó una mañana en la que me dolía un punto del cráneo y no podía evitar pulsarme con el dedo para hacerme más daño. Apretaba un poco, torcía el gesto y el dolor se aliviaba en cuanto liberaba la presión; pero volvía a pulsar una y otra y otra vez, preguntándome por qué demonios me dolería tanto el coco.


         Al cabo de unas horas ya me había encontrado nuevos focos de dolor por todo el cuerpo. Por entre las costillas brotaron pequeños síndromes, crecióme una glándula junto al omóplato y en las plantas de los pies sendos traumas encallecidos; y no dejaba de apretar todo aquello con el dedo como practicando una sinfonía de dolencias, y me regocijaba en el malestar porque así palpaba mis vacíos. Así pasé prácticamente toda la tarde hasta que me dio por preguntarme por qué no me dolería también la muela y probé a pulsarla para descubrir que, lo que en realidad me dolía, después de todo, era el dedo.

Roland Topor