14.5.15

Trilogía de la caca (II).

         Me até la uña en cabestrillo y me acerqué a la tasca para charlar con Policarpo el fructífero bajo las torres del momento. De camino miré a los viejos mirando los escaparates de los gimnasios donde muñecos hinchables vibraban con los electrodos aplicados en sus culos y sudaban sus sobacos, el polen me hizo estornudar y los ojos se me enrojecieron; y para cuando conseguí llegar al Diapasón, los mocos me colgaban de la barbilla y sorbía como un tapir rozando el vómito. —No quiero esta noche la botella blanca —balbucí al entrar—, dadme la botella negra de la ceguera—. Poli descorchó un litro del desasosiego y colmó dos vasos sobre la barra. A mi lado dormitaba un anciano llamado O’Mbl que además tenía la barba sucia de vino, y en la única mesa dos carcamales se repartían las fichas del dominó con palillos entre los dientes.

         —Si vieras a mi sobrino —decía uno de ellos—, el muy inútil… El otro día vino a casa mi hermana a traerme la comida, ya sabes, y me cuenta que su hijo, Marco, siempre va con la paranoia de que se ha cagado encima, o que no se ha limpiado bien el culo y lleva todo lleno de mierda. El tío viaja en el metro con la angustia de que la gente puede oler la peste y que saben que es él el que la lleva encima. Y siempre va pálido por ahí y con el viejo sudor frío por la espalda.
         —¡Qué me dices! —dice el otro.
         —Te lo digo. Y resulta que hacía tiempo que había olvidado ese asunto y solía ir más relajado cuando, la otra noche, sentado esperando el bus, sintió cómo una gota de meado serpenteaba por su uretra y se asomaba por el orificio. Se encogió de súbito, así, apretando los muslos, preguntándose de dónde carajo habría salido aquella gota, si no tenía ganas de mear. Miró alrededor, buscando sin éxito algo que le distrajera y le hiciera olvidar el dorado torrente que amenazaba con empapar su dignidad, ahogándole en la más profunda de las vergüenzas: Mearse encima.
         —Estás hecho todo un poeta.
         —Son estos tragos, que me divierten. En fin, llega el autobús, Marco se sube, y enseguida percibe las miradas clavándosele por los costados; vuelven los sudores, se pone a temblar. Lanza furtivos vistazos a las perneras de sus pantalones para cerciorarse de que no hay un charco bajo sus pies. No lo hay, y respira. Pero enseguida vuelve a mirar de reojo y palpa disimuladamente su pene intentando averiguar qué le está pasando.
         —¿Y qué le pasó al final?
         —A eso voy; el muy mamarracho se empieza a marear y se baja en la siguiente parada. Está como a tres cuartos de hora de su casa y a esas horas ya no tiene cómo regresar más que a pie. De repente, le da una punzada en el estómago que le llega hasta el ojete y salpica su calzoncillo con la pasta caliente y húmeda y se echa a llorar ahí mismo.
         —Joder, sólo faltaba que le lloviera.
         —También llovía. Y se había tumbado en un charco de meados.
         —¡Vaya nochecita!
         —Si yo te contara…

Roland Topor

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