Me
até la uña en cabestrillo y me acerqué a la tasca para charlar con Policarpo el
fructífero bajo las torres del momento. De camino miré a los viejos mirando los
escaparates de los gimnasios donde muñecos hinchables vibraban con los
electrodos aplicados en sus culos y sudaban sus sobacos, el polen me hizo
estornudar y los ojos se me enrojecieron; y para cuando conseguí llegar al
Diapasón, los mocos me colgaban de la barbilla y sorbía como un tapir rozando
el vómito. —No quiero esta noche la botella blanca —balbucí al entrar—, dadme
la botella negra de la ceguera—. Poli descorchó un litro del desasosiego y
colmó dos vasos sobre la barra. A mi lado dormitaba un anciano llamado O’Mbl
que además tenía la barba sucia de vino, y en la única mesa dos carcamales se
repartían las fichas del dominó con palillos entre los dientes.
—Si
vieras a mi sobrino —decía uno de ellos—, el muy inútil… El otro día vino a
casa mi hermana a traerme la comida, ya sabes, y me cuenta que su hijo, Marco,
siempre va con la paranoia de que se ha cagado encima, o que no se ha limpiado
bien el culo y lleva todo lleno de mierda. El tío viaja en el metro con la
angustia de que la gente puede oler la peste y que saben que es él el que la
lleva encima. Y siempre va pálido por ahí y con el viejo sudor frío por la
espalda.
—¡Qué
me dices! —dice el otro.
—Te
lo digo. Y resulta que hacía tiempo que había olvidado ese asunto y solía ir
más relajado cuando, la otra noche, sentado esperando el bus, sintió cómo una
gota de meado serpenteaba por su uretra y se asomaba por el orificio. Se
encogió de súbito, así, apretando los muslos, preguntándose de dónde carajo habría
salido aquella gota, si no tenía ganas de mear. Miró alrededor, buscando sin
éxito algo que le distrajera y le hiciera olvidar el dorado torrente que
amenazaba con empapar su dignidad, ahogándole en la más profunda de las
vergüenzas: Mearse encima.
—Estás
hecho todo un poeta.
—Son
estos tragos, que me divierten. En fin, llega el autobús, Marco se sube, y
enseguida percibe las miradas clavándosele por los costados; vuelven los
sudores, se pone a temblar. Lanza furtivos vistazos a las perneras de sus
pantalones para cerciorarse de que no hay un charco bajo sus pies. No lo hay, y
respira. Pero enseguida vuelve a mirar de reojo y palpa disimuladamente su pene
intentando averiguar qué le está pasando.
—¿Y
qué le pasó al final?
—A
eso voy; el muy mamarracho se empieza a marear y se baja en la siguiente
parada. Está como a tres cuartos de hora de su casa y a esas horas ya no tiene
cómo regresar más que a pie. De repente, le da una punzada en el estómago que
le llega hasta el ojete y salpica su calzoncillo con la pasta caliente y húmeda
y se echa a llorar ahí mismo.
—Joder,
sólo faltaba que le lloviera.
—También
llovía. Y se había tumbado en un charco de meados.
—¡Vaya
nochecita!
—Si
yo te contara…
Roland Topor |
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