Hay
una grieta en el techo que me observa. La veo tumbada en el rincón, al otro
lado de la pieza, como unos labios de alabastro. Enciendo un cigarro de
estraperlo y trato de ahuyentarla con el humo como trazando un círculo de sal
en el que no pueda agarrarme. Desde que me quedé cojo de una mano, hace un mes
o así, me suelo descubrir distrayéndome con la alquimia del samsara o con un
metrónomo, y no consigo concentrarme en la historia. Quiero decir que no sé qué
quiero contar; y tampoco se me ocurre siquiera cómo empezar. Supongo que podría
decir que todo comenzó una mañana en la que me dolía un punto del cráneo y no
podía evitar pulsarme con el dedo para hacerme más daño. Apretaba un poco,
torcía el gesto y el dolor se aliviaba en cuanto liberaba la presión; pero
volvía a pulsar una y otra y otra vez, preguntándome por qué demonios me
dolería tanto el coco.
Al
cabo de unas horas ya me había encontrado nuevos focos de dolor por todo el
cuerpo. Por entre las costillas brotaron pequeños síndromes, crecióme una
glándula junto al omóplato y en las plantas de los pies sendos traumas
encallecidos; y no dejaba de apretar todo aquello con el dedo como practicando
una sinfonía de dolencias, y me regocijaba en el malestar porque así palpaba
mis vacíos. Así pasé prácticamente toda la tarde hasta que me dio por
preguntarme por qué no me dolería también la muela y probé a pulsarla para
descubrir que, lo que en realidad me dolía, después de todo, era el dedo.
Roland Topor |
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