A eso de las nueve me puse unos pantalones, me enjuagué la
boca y marché al Noche de Alegría. Por el camino me encontré con El Cejas,
bastante desmejorado, blandiendo un chubasquero por sombrilla en plena noche y
con el vulturno condensándosele por la frente calva y sin un pelo. Le hice un
gesto con el mentón, pero él miró hacia otro lado como fingiendo estar
investigando, buscando pistas, perdiendo el rastro. También yo me desentendí y
crucé el umbral de la tasca apartando la cortina de abalorios con un brazo y saludando
a las moscas que pasaban con el otro.
Cinco ojos se me clavaron, cinco; contando con el vago de
Sagres, que se llevó un disgusto jugando a los dardos aquella vez. Pazzi
volcaba una bolsa de hielo en el cubo del derretido y me sonrió una mueca a
medio desdentar. Julio, por lo pronto, sólo me miró aferrándose al tubo medio
vacío y con el ceño fruncido como una concertina. Me sequé el sudor de las
manos en las perneras, hice crujir mis pulgares, y atravesé la maraña de
taburetes para llegar a la barra.
—Pazzi, Pazzi —farfullé—, Pazzi, dame algo sin alcohol, que
hoy me siento enfermo.
Pazzi me enseñó otra vez su incisivo amarillo e hizo saltar
la chapa de una botella de cacao con un tenaz giro de muñeca.
—Gracias —le dije—, esto voy a tomármelo ahí atrás, en el
patio, con lo mío.
Salí por la puerta trasera y me senté en la silla oxidada de
la esquina, junto al fresco. Encendí un canuto, me recosté un poco, así, y
respiré observando a través del humo aquella blanca sonrisa blanca tumbada en
medio del vacío del cielo nocturno. —¡Ay, quién durmiera así de feliz sin ni
una estrella alrededor! —me pensé— ¡Quién pudiera conciliarse y ser un sueño y
no un letargo!
—¿Interrumpo? —era Sagres— Estaba ahí dentro… y olí… ya
sabes.
—Ya sé —mascullé, fastidiado—. No, claro, siéntate.
—Bien —dijo, acercando otra silla—. ¿Qué hacías?
—Oler —Sagres rió, yo torcí el gesto; se había sentado a mi
izquierda dejándome ver sólo su parche.
—Yo llevo todo el día apestando a pescado frito —empezó a
decir, hurgándose la roña bajo las uñas—. Ya sabes…
—Sí, es jodido.
—Y encima ahora no los pesco como antes ¿sabes? y se me
escurren y me salpico por todos lados. Mira como tengo esta mano. Pero lo peor
no es esto, ni el aceite hirviendo, ni el olor, ¿Sabes qué es lo peor?
—Escucha Sag... Joao —dije con la mirada azul—, Joao, he
tenido un día raro hoy y estoy muy cansado. Sólo quiero tomarme mi cacao y
embotarme un poco. ¿Qué te parece… qué te parece si me lo cuentas en otro
momento?
Giró la cabeza primero para orientarse hacia la tasca y enseguida
su cuerpo la siguió adentro. Yo me quedé mirando cómo la puerta se cerraba y,
meditabundo, sorbí el cacao, fumé otro poco, y me lamenté por no escuchar.
Posé la colilla en la repisa del ventanuco y volví dentro.
Me levanté muy rápido, pensé, me da vueltas el qué y el suelo. Esos dos me
están mirando otra vez y ahora me falta el ojo del tuerto. Maldito chocolate de
sucedáneo de plástico, maldita viscosidad, malditos mis pantalones. ¿De dónde
sale tanto barro?
—Chico —dijo el ceño fruncido de Julio—, chico, muchacho,
vaya carita que llevas, ¿Qué te has tomado?
—Lo tengo por las rodillas —musité, y me dio un calambre en
el puente.
Me quedé suspendido por la tripa de una catenaria y al caer,
ingrávido, fui a dar con la copa de una nube o una suerte de superficie
atmosférica y justo debajo se podía respirar y la esclerótica empalidecía
aliviada y no sé qué más, todo fue un número.
Las luces se extinguieron. Se oyó un grito.
—¿Quién llama? —mi voz afónica.
Ahora un chasquido. Y otro, y otro, y otro. Y se me escapó
algo por un descosido del bolsillo que me rozó la mano con un tacto agrietado y
frío, como un ruido sordo o un beso partido. No hay nadie alrededor, pensé en
la oscuridad, no hay nadie conmigo. No encuentro qué estoy buscando. No sé ni
lo que he perdido. Me he olvidado de olvidar, y ya sólo recuerdo lo que nunca
fue mío.
—¿Pero a quién quieres engañar —éste era Julio, clavando su
pupila azul en mi pupila—, si sólo te mientes a ti mismo?
Roland Topor |