Hoy me senté en una silla. A cada lado, sendos sofás, y sin
embargo escogí esta silla. Coloqué una toalla doblada a modo de cojín y ahí
mismo acomodé mi propio culo y ya no me moví. Por supuesto me levanté
esporádicamente para ir al retrete o para agarrar otra cerveza, pero hasta ahí
la aventura de hoy. Hoy, solo, me senté en una silla.
La rectitud de mis ángulos —véanse rodillas, cadera y codos—
sólo se ve desnudada por la curva de mi espalda que me dolió por la mañana. Y
por la forma de mi cráneo. Y por las formas que imagino.
No he sido un despojo hoy, y eso es justo lo que me
preocupa. Dediqué las horas en la silla a algo que sirve para algo y de todas
formas creo que ha sido un día perdido. Pero no por sentarme en una silla,
desde luego.
Hubo un punto en que terminé ese algo para algo y lo terminé
con un punto.
Y después volví a estar solo, sentado solo en una silla.
Me dije: ¡Haz algo más!
Me dije: Sí, ¿pero qué?
Sentado en una silla no hacen falta más que las manos y del
cuello para arriba. Y si acaso la barriga. Que se nos llene, que se nos rasque.
Escribí otra vez. Ayer lo hice también, pero no en esta
silla.
Ahora estoy oblicuo.
Ahora estoy sentado.
Me dije: Escribe lo que sea, que más da, si ya está todo
inventado.
Me dije: ¿Qué tal sobre que hoy me senté en esta silla por
yo que sé y no me salió mal del todo aunque al final no haya hecho nada?
Después me miré el ombligo.
Después seguí sentado.
Hice inventario de todo aquello que tenía a mi alcance —véanse
bolígrafo, papel, papel, tabaco—. Pero detengámonos aquí y démonos cuenta de
que sólo son cosas, como esta cosa o esta silla; que lo que está alrededor de
lo que está alrededor se tiene siempre, esté uno de pie o tumbado.
En fin.
Me levanté al despertar y desde entonces estoy sentado.
Vincent Van Gogh |
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