Aquella noche salí con las prisas y los cordones sin atar.
No hay tiempo, me decía el reloj, no vas a llegar. Las luces y los escaparates
corrían a mi alrededor y en dirección contraria, y el perenne bullicio de la
ciudad vibraba a cada paso entre restaurantes de fideos y carteles luminosos y
parpadeos y ojos rasgados.
Doblé una esquina y me encontré con otra, zigzagueé, esquivé
carritos de pescado, crucé la calle, chilló un claxon, cantó una sirena, calló
el tráfico con la luz roja al otro lado y me encontré otra vez perdido en este
desorden urbano tan cuadriculado.
Pausa.
—Perdone —le dije a un nativo de rostro serio y trajeado—,
¿Sabe usted dónde está eso que ando yo buscando?
Me hizo, al menos,
tres reverencias, y se fue saludándome con la mano, diciendo algo así como que
no hablaba mi extraña lengua, o que tenía más prisa que yo, o que no sabía nada
de nada y se limitaba a disimular bien vestido como yéndose al trabajo.
Miré al cielo y era púrpura. Había dejado de llover esa
misma tarde y desde entonces las aceras sólo lloraban por debajo de los
charcos. Vi mi reflejo en uno y me reconocí, pero no era mío, era del charco.
Hacía frío, como un viento mentolado, y entonces caí en que no sabía ni volver,
que ya ni era tarde ni pronto, que la hora se había pasado.
Tiempo.
El tiempo se detuvo. Fue apenas un segundo, pero yo lo
percibí; un instante helado en el que las cebras caminaron por sus pasos y las
cuerdas de los cometas allá arriba oscilaron conformando un acorde suave y
curvo como el contorno de una guitarra. El silencio se hizo sólido entonces,
pero, como ya dije, no fue más que un soplo.
Cuando todo regresó a su normalidad aparente yo seguía en mi
lugar, estupefacto. Nadie parecía darse cuenta de todo lo que giraba alrededor
y continuaban con sus andares sin
moverse del sitio y ahora la luz verde, continúe, ya me aparto.
Finalmente, di con el camino de regreso y llegué a mi pieza
bien cansado. Aboclé mis pies impregnados de la humedecida pelusa de calcetín
y me quedé observando el indeciso palpitar del filamento en su bombilla. Ahora
me enciendo, ahora me apago. Y entre tanto ese murmullo me arrulló, me alejó,
me llevó a otro lado.
Dan Kitchener |
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