Me
desperté con el rascaso de que los peces no saben que habitan un líquido. Son
peces, y no se dejan engatusar por meselos ni simplezas. Sin embargo, yo, que
me cuento diecinueve dedos y carezco de agallas, me tengo que soportar día sí y
al otro también con la imbécil presunción de saberme más listo que el gobio o
un atún. La petulancia de los bípedos, lo de siempre: el mono calvo que se
señala hacedor de lluvia cuando cae agua del cielo y que en secreto envidia las
escamas por verse más brillantes que este cuero desnudo y seco que se arruga
con sólo mirarlo.
Los
peces dominarán la Tierra cuando descubran que están flotando entre basura; y,
mientras tanto, se me enfría el café porque me preocupa que mi prosa no es todo
lo porosa que yo quisiera. Escúchate: “Mi prosa”. Un pez te diría que glú y,
con las mismas, se olvidaría del asunto y se iría nadando en un santiamén. Cantaría
entre el coral, sin más. Poco más hay que hacer en el arrecife que comer y evitar
que le coman a uno. Eso y el mecerse con la marea.
Los
bichos de secano también sufren este oscilar, las corrientes, los influjos; yo
mismo, que no soy menos, y sin terminar de desayunarme siquiera. Apenas me
despabilo y ya me traga el ómnibus y me desplaza, me despedaza, me desubica, me
marea. Me pierdo buscando un punto neutral donde posar la vista cuando una
treintena de idiotas, casi tan idiotas como yo, se entretienen con lo mismo.
Como peces con los auriculares puestos, pero sin aletas ni caudal.
Frente
a mí, un tipo de tupido bigote, culmina el centésimo tercer pliegue de su
boleto y se lo esconde en la manga. De la opuesta se saca un pañuelo y se
prepara para un estornudo inaplazable. Coloca el culo hacia atrás en su
asiento, hasta el recodo del respaldo, en previsión del inminente retroceso.
Clava los talones en el piso del vehículo; es importante mantenerse firme en
una situación como ésta. Y, con un delicado gesto, se acerca el pañuelo sujeto
entre ambas manos a la cara y se cubre con él una nariz que recuerda a un
pepino de mar.
Observo
expectante desde mi plaza y pienso entonces en si los peces llegan a estornudar
en algún momento de sus vidas, por particular que sea. En si las burbujas que
de tal acto reflejo resultaran serían también esféricas o, por el contrario,
surgirían poliedros o paralelepípedos o algo por el estilo. Yo creo que no
estornudan, pero también es verdad que, si acaso, me mojo cuando llueve y poco
más.
Se dispone
a ejecutar el salto. Las aletas de la nariz reculan espasmódicamente y los
párpados se debaten entre la ignorancia y el ser testigos. El mostacho se
estremece arrastrado por las fosas y el labio inferior busca cobijo bajo el
cielo de la boca. Se hace el silencio. Próxima estación: San Lundo.
A
partir de ahí todo se sucedió en ralentí, como sumergido en agua espesa. Un
monzón de saliva y flema erupcionó del rostro del pobre pobre tipo de bigote
tupido en todas direcciones, con tal virulencia que uno de sus ojos,
seguramente su favorito, fue a saltársele de la órbita con el oblongo estallido
de una pompa o una botella al descorcharla, practicando una bonita curva parabólica
casi perfecta, para acabar colgando como un péndulo de cuatro sanguinolentos centímetros
de nervio óptico palpitante.
Nadie
más se percató. El tipo miró a un lado, luego a otro, y, al mismo tiempo, con
el ocelo escapista, su regazo salpicado de sangre y legañas. Me imagino que
entonces pensaría algo como: ¿Y qué hago ahora? ¿Me habrán visto? ¡Qué
vergüenza! ¿Debería ponérmelo de nuevo o mejor lo dejo así? ¡Quién fuera pez y
no tuviera que preocuparse por que se le vaya a saltar un ojo en medio del autocarro!
Se
arrojó de cráneo por la ventana y se alejó corriendo por la perpendicular con
el oscilante globo ocular enmarañándosele en los bigotes. Vaya un desastre. No
sé qué habría hecho yo. Tal vez, si fuera pez, me lo hubiera comido. Pero así
de seco y con estas membranas que dan risa… pues no sé; si fuera pez tampoco me
preguntaría nada acerca de ningún líquido.