18.4.16

Fugu.

                Me desperté con el rascaso de que los peces no saben que habitan un líquido. Son peces, y no se dejan engatusar por meselos ni simplezas. Sin embargo, yo, que me cuento diecinueve dedos y carezco de agallas, me tengo que soportar día sí y al otro también con la imbécil presunción de saberme más listo que el gobio o un atún. La petulancia de los bípedos, lo de siempre: el mono calvo que se señala hacedor de lluvia cuando cae agua del cielo y que en secreto envidia las escamas por verse más brillantes que este cuero desnudo y seco que se arruga con sólo mirarlo.

                Los peces dominarán la Tierra cuando descubran que están flotando entre basura; y, mientras tanto, se me enfría el café porque me preocupa que mi prosa no es todo lo porosa que yo quisiera. Escúchate: “Mi prosa”. Un pez te diría que glú y, con las mismas, se olvidaría del asunto y se iría nadando en un santiamén. Cantaría entre el coral, sin más. Poco más hay que hacer en el arrecife que comer y evitar que le coman a uno. Eso y el mecerse con la marea.

                Los bichos de secano también sufren este oscilar, las corrientes, los influjos; yo mismo, que no soy menos, y sin terminar de desayunarme siquiera. Apenas me despabilo y ya me traga el ómnibus y me desplaza, me despedaza, me desubica, me marea. Me pierdo buscando un punto neutral donde posar la vista cuando una treintena de idiotas, casi tan idiotas como yo, se entretienen con lo mismo. Como peces con los auriculares puestos, pero sin aletas ni caudal.

                Frente a mí, un tipo de tupido bigote, culmina el centésimo tercer pliegue de su boleto y se lo esconde en la manga. De la opuesta se saca un pañuelo y se prepara para un estornudo inaplazable. Coloca el culo hacia atrás en su asiento, hasta el recodo del respaldo, en previsión del inminente retroceso. Clava los talones en el piso del vehículo; es importante mantenerse firme en una situación como ésta. Y, con un delicado gesto, se acerca el pañuelo sujeto entre ambas manos a la cara y se cubre con él una nariz que recuerda a un pepino de mar.

                Observo expectante desde mi plaza y pienso entonces en si los peces llegan a estornudar en algún momento de sus vidas, por particular que sea. En si las burbujas que de tal acto reflejo resultaran serían también esféricas o, por el contrario, surgirían poliedros o paralelepípedos o algo por el estilo. Yo creo que no estornudan, pero también es verdad que, si acaso, me mojo cuando llueve y poco más.

                Se dispone a ejecutar el salto. Las aletas de la nariz reculan espasmódicamente y los párpados se debaten entre la ignorancia y el ser testigos. El mostacho se estremece arrastrado por las fosas y el labio inferior busca cobijo bajo el cielo de la boca. Se hace el silencio. Próxima estación: San Lundo.

                A partir de ahí todo se sucedió en ralentí, como sumergido en agua espesa. Un monzón de saliva y flema erupcionó del rostro del pobre pobre tipo de bigote tupido en todas direcciones, con tal virulencia que uno de sus ojos, seguramente su favorito, fue a saltársele de la órbita con el oblongo estallido de una pompa o una botella al descorcharla, practicando una bonita curva parabólica casi perfecta, para acabar colgando como un péndulo de cuatro sanguinolentos centímetros de nervio óptico palpitante.

                Nadie más se percató. El tipo miró a un lado, luego a otro, y, al mismo tiempo, con el ocelo escapista, su regazo salpicado de sangre y legañas. Me imagino que entonces pensaría algo como: ¿Y qué hago ahora? ¿Me habrán visto? ¡Qué vergüenza! ¿Debería ponérmelo de nuevo o mejor lo dejo así? ¡Quién fuera pez y no tuviera que preocuparse por que se le vaya a saltar un ojo en medio del autocarro!

                Se arrojó de cráneo por la ventana y se alejó corriendo por la perpendicular con el oscilante globo ocular enmarañándosele en los bigotes. Vaya un desastre. No sé qué habría hecho yo. Tal vez, si fuera pez, me lo hubiera comido. Pero así de seco y con estas membranas que dan risa… pues no sé; si fuera pez tampoco me preguntaría nada acerca de ningún líquido.


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