Ayer
no, ayer, ocurrió una cosa.
Estaba
sentado en un butacón de orejas clavadito al mío, más o menos a las 4:40 a. m.,
jugando un solitario con los arcanos medianos desperdigados por mi regazo
mientras esperaba a que Henri Sauvage volviera con el revólver que me había
prometido. Aparte del butacón de orejas y un Porcelana de porcelana a tamaño
real, en aquella pieza no había más que una vieja tostadora eléctrica y un
montón de Kippel por todas partes. Probé a enchufarla, para comprobar que
funcionara, y, al poner en contacto la clavija con el tomacorriente, la
tostadora explotó en una nube de esquirlas de baquelita con forma de hongo que
me dejó totalmente ileso y, afuera, por la ventana, se oyó un graznido
estertóreo y carbonizado seguido del inconfundible aroma de una buena araucana
a la parrilla.
Me
atusé las cejas. Lo sentí por el pájaro, pero no es culpa mía que decidiera
apostarse precisamente en ese cable, teniendo todo el cielo para volar, así que
agarré mis naipes y me largué de allí. Decidí ahorrarme el revólver y el escándalo
y apostar sobre seguro. En casa tenía un espejo de mano semiautomático que sería
más que suficiente para neutralizar a Mo y recuperar el regalo de Bubbs.
Cualquiera sabe que el punto flaco de todo mimo es enfrentarle a su propio
reflejo, vamos, lo saben hasta los paramecios. Además, estaba todo aquel asunto
de la jerarquía de necesidades, la pagoda de Brian, cuya base son las sandalias,
y según la cual me encontraba soterrado hasta la sien, así descalzo y
desarmado.
Abandoné
el distrito Taraij bajando las escaleras de Lechariot, siete escalones, nada
menos, y a cada cual más irregular que el anterior; y seguido me llegué a la
plazuela del torcamús, cuya fuente central —y esto no lo sabe casi nadie— está
ornamentada con auténticas turquesas turcas de la Anatolia occipital; pero
estuve sólo de pasada porque mi casa queda un poco más para allá.
Según alcancé las
orillas de la calle Lampo, sin reparar siquiera en que la moneda terráquea está
constantemente dando vueltas sobre sí misma en el sempiterno cara o cruz patacósmico,
sin que nosotros, pobres ingrávidos, apreciemos de algún modo esta apuesta, y limitándonos,
someramente, a pulular por ella como una suerte de enjambre diminuto; pues
bien, sin tener en cuenta esto último, en la calle Lampo me encontré con Bubbs.
Bubbs llevaba años exiliado en las medianas Antillas moldavas por un tema de
fuegodoro de estraperlo, eso y una antología de atentados por enaltecimiento de
la depravación, unos cuantos capítulos de desorden del orden público, y otros
tantos de orden del desorden, que, al parecer, también es público. No veía a
Bubbs desde antes de la guerra, y éramos unos críos, como quien dice. El tiempo
le cambia a uno, desde luego, y, bueno, así visto, con los dos ojos vagos, y
desde lejos, tampoco estoy muy seguro del todo de si realmente se trataba de
Bubbs, pero me lo dijo ese cuarto sentido que tenemos las personas de sinapsis dispersa
y que acierta tres de cada siete veces en el mejor de los casos.
Corrí
a su encuentro, pues él tampoco me había reconocido y no iba a ponerse a correr
hacia a mí. Y, cuanto más me acercaba, menos se me parecía aquel tipo a la
imagen que me había hecho de cómo sería Bubbs al cabo de todo este tiempo. El
hombrecillo se me quedó mirando como quien es confundido por otro y yo le dije
que él no era Bubbs.
—¡Oye
tú, tú no eres Bubbs! —le dije.
Entonces,
el quídam, que definitivamente no era Bubbs, ni sabía de quién yarboclos le
estaba hablando, me enseñó las palmas de sus manos, sin estigma alguno, y se
fue calle abajo sin despedirse. Yo le dije:
—¡Oye
tú, cuidado!
Una
tanqueta de militsos, salida de la nada, siguió a un terrible estruendo de
motor y, por un momento, la instantánea me recordó a aquella película
zonguonesa, la de la cabalgata de Tiananmén, pero con un final alternativo en
el que el pusilánime es despedazado por los eslabones del dispositivo de
tracción Lombard del carro blindado de la milicienta.
Me
arrojé a un lado de la calle ejercitando un bonito brinco torcaz, del todo
improvisado, con el que salí de la trayectoria de la apisonadora portátil y fui
a caer en un charco de ayer no, al otro, que resultó estar seco; y, salvo por
las uñas de los pies, que me rompí todas, por lo demás, salí de nuevo incólume
y hui despavorido.
Desfilé
por Pachydermes como a quien se le quema el klebo en la tostadora eléctrica y,
al torcer a la derecha por la calle del San Adolfo, me topé con el verdadero
Bubbs, el legítimo, o al menos su cadáver hecho trizas de igual manera que su
falso análogo; a orugas del solitario
convoy de la muerte —que se llevó por delante a nueve personas y tres
marquesinas, para posteriormente dejar docena y media de cuerpos desmembrados
repartidos por las calles Lampo, Testudo y Mijlhaus, en la madrugada del cuatro
de mierdra del pasado año, víspera de los festejos de San Crodeculo—, reculé espantado
como caminando por una luna con superficie de alabastro y, para cuando completé
la media vuelta reglamentaria sobre mis talones en el tercer compás, fui a darme
de bruces con el viejo Henri Sauvage empuñando un revólver y, claro, me llevé
tal susto que reemprendí la fuga por la diagonal, al margen de toda
coreografía, y atravesé balaustradas y cordones, catenarias y acequias, sorteé
conos y bastones, y terminé metido, no sé cómo, en esa catatonia umami que se nos
ocurre a veces y que nos mata de la risa cuando conseguimos olvidarnos de ella.
Desde
dentro, desde dentro huele a ceniza en Estagira. Los muros se ven grises como
un oso pardo en un daguerrotipo y no se oye ningún río, se oye un río. Un caudal
continuo de asuntos pendientes y promesas en todas direcciones. Todo es
importante, luego, nada lo es. Desde dentro lo sentí así y sentí alivio. Y
olvidé a Bubbs. Y me salí.
Llegue
al Diapasón tarareando el Réquiem de Tannhäuser con una sonrisa andrógina.
Guiñé un ojo a Policarpo bajo las torres del momento y él, cómplice del
dialecto de signos lundonita, hizo aparecer un pequeño vaso pulverulento y una
botella de fuegodoro del Auriga y dejó todo a mi merced.
—Se te
ve bien —dijo Poli.
—Yo qué
sé —mascullé—. Acabo de encontrarme con Bubbs hecho pedazos.
—Mal
que bien, el tiempo le cambia a uno.
—Eso y
una Tipo 97 Te-Ke de cinco toneladas. Yo hoy maté un pájaro.
—¡Bah,
alguien tenía que empezar a hacer algo!
—¿Y
éstos? Quiero decir, ¿es que no van a venir nunca?
—¿A
estas horas? Además, supongo que hoy irán a la despedida de Mo; ayer lo
encontraron hinchado y muerto, flotando en el Muil. Por cierto, tú no tendrás
nada que ver, ¿verdad?
—¿Yo?
¡Yarboclos, no! Es decir… tenía intención de asustarlo un poco, tal vez herirlo
de gravedad, liquidarlo, acabar con su muda tiranía de una vez por todas… pero
de ahí a ubivarlo… —rellené el vaso y lo vacié en mi gorlo de un bocado.
—Estupendo.
—Imagino
que, después de todo, ya no tiene importancia alguna, pero me pregunto qué
habrá sido del regalo de Bubbs y qué demonios contenía.
—Lo
mismo me da. Odio las sorpresas.