22.5.17

Jo.

                Ayer no, ayer, ocurrió una cosa.

      Estaba sentado en un butacón de orejas clavadito al mío, más o menos a las 4:40 a. m., jugando un solitario con los arcanos medianos desperdigados por mi regazo mientras esperaba a que Henri Sauvage volviera con el revólver que me había prometido. Aparte del butacón de orejas y un Porcelana de porcelana a tamaño real, en aquella pieza no había más que una vieja tostadora eléctrica y un montón de Kippel por todas partes. Probé a enchufarla, para comprobar que funcionara, y, al poner en contacto la clavija con el tomacorriente, la tostadora explotó en una nube de esquirlas de baquelita con forma de hongo que me dejó totalmente ileso y, afuera, por la ventana, se oyó un graznido estertóreo y carbonizado seguido del inconfundible aroma de una buena araucana a la parrilla.

   Me atusé las cejas. Lo sentí por el pájaro, pero no es culpa mía que decidiera apostarse precisamente en ese cable, teniendo todo el cielo para volar, así que agarré mis naipes y me largué de allí. Decidí ahorrarme el revólver y el escándalo y apostar sobre seguro. En casa tenía un espejo de mano semiautomático que sería más que suficiente para neutralizar a Mo y recuperar el regalo de Bubbs. Cualquiera sabe que el punto flaco de todo mimo es enfrentarle a su propio reflejo, vamos, lo saben hasta los paramecios. Además, estaba todo aquel asunto de la jerarquía de necesidades, la pagoda de Brian, cuya base son las sandalias, y según la cual me encontraba soterrado hasta la sien, así descalzo y desarmado.

    Abandoné el distrito Taraij bajando las escaleras de Lechariot, siete escalones, nada menos, y a cada cual más irregular que el anterior; y seguido me llegué a la plazuela del torcamús, cuya fuente central —y esto no lo sabe casi nadie— está ornamentada con auténticas turquesas turcas de la Anatolia occipital; pero estuve sólo de pasada porque mi casa queda un poco más para allá.

    Según alcancé las orillas de la calle Lampo, sin reparar siquiera en que la moneda terráquea está constantemente dando vueltas sobre sí misma en el sempiterno cara o cruz patacósmico, sin que nosotros, pobres ingrávidos, apreciemos de algún modo esta apuesta, y limitándonos, someramente, a pulular por ella como una suerte de enjambre diminuto; pues bien, sin tener en cuenta esto último, en la calle Lampo me encontré con Bubbs. Bubbs llevaba años exiliado en las medianas Antillas moldavas por un tema de fuegodoro de estraperlo, eso y una antología de atentados por enaltecimiento de la depravación, unos cuantos capítulos de desorden del orden público, y otros tantos de orden del desorden, que, al parecer, también es público. No veía a Bubbs desde antes de la guerra, y éramos unos críos, como quien dice. El tiempo le cambia a uno, desde luego, y, bueno, así visto, con los dos ojos vagos, y desde lejos, tampoco estoy muy seguro del todo de si realmente se trataba de Bubbs, pero me lo dijo ese cuarto sentido que tenemos las personas de sinapsis dispersa y que acierta tres de cada siete veces en el mejor de los casos.  

    Corrí a su encuentro, pues él tampoco me había reconocido y no iba a ponerse a correr hacia a mí. Y, cuanto más me acercaba, menos se me parecía aquel tipo a la imagen que me había hecho de cómo sería Bubbs al cabo de todo este tiempo. El hombrecillo se me quedó mirando como quien es confundido por otro y yo le dije que él no era Bubbs.

—¡Oye tú, tú no eres Bubbs! —le dije.

    Entonces, el quídam, que definitivamente no era Bubbs, ni sabía de quién yarboclos le estaba hablando, me enseñó las palmas de sus manos, sin estigma alguno, y se fue calle abajo sin despedirse. Yo le dije:

—¡Oye tú, cuidado!

    Una tanqueta de militsos, salida de la nada, siguió a un terrible estruendo de motor y, por un momento, la instantánea me recordó a aquella película zonguonesa, la de la cabalgata de Tiananmén, pero con un final alternativo en el que el pusilánime es despedazado por los eslabones del dispositivo de tracción Lombard del carro blindado de la milicienta.

    Me arrojé a un lado de la calle ejercitando un bonito brinco torcaz, del todo improvisado, con el que salí de la trayectoria de la apisonadora portátil y fui a caer en un charco de ayer no, al otro, que resultó estar seco; y, salvo por las uñas de los pies, que me rompí todas, por lo demás, salí de nuevo incólume y hui despavorido.

    Desfilé por Pachydermes como a quien se le quema el klebo en la tostadora eléctrica y, al torcer a la derecha por la calle del San Adolfo, me topé con el verdadero Bubbs, el legítimo, o al menos su cadáver hecho trizas de igual manera que su falso análogo;  a orugas del solitario convoy de la muerte —que se llevó por delante a nueve personas y tres marquesinas, para posteriormente dejar docena y media de cuerpos desmembrados repartidos por las calles Lampo, Testudo y Mijlhaus, en la madrugada del cuatro de mierdra del pasado año, víspera de los festejos de San Crodeculo—, reculé espantado como caminando por una luna con superficie de alabastro y, para cuando completé la media vuelta reglamentaria sobre mis talones en el tercer compás, fui a darme de bruces con el viejo Henri Sauvage empuñando un revólver y, claro, me llevé tal susto que reemprendí la fuga por la diagonal, al margen de toda coreografía, y atravesé balaustradas y cordones, catenarias y acequias, sorteé conos y bastones, y terminé metido, no sé cómo, en esa catatonia umami que se nos ocurre a veces y que nos mata de la risa cuando conseguimos olvidarnos de ella.

    Desde dentro, desde dentro huele a ceniza en Estagira. Los muros se ven grises como un oso pardo en un daguerrotipo y no se oye ningún río, se oye un río. Un caudal continuo de asuntos pendientes y promesas en todas direcciones. Todo es importante, luego, nada lo es. Desde dentro lo sentí así y sentí alivio. Y olvidé a Bubbs. Y me salí.

    Llegue al Diapasón tarareando el Réquiem de Tannhäuser con una sonrisa andrógina. Guiñé un ojo a Policarpo bajo las torres del momento y él, cómplice del dialecto de signos lundonita, hizo aparecer un pequeño vaso pulverulento y una botella de fuegodoro del Auriga y dejó todo a mi merced.

—Se te ve bien —dijo Poli.
—Yo qué sé —mascullé—. Acabo de encontrarme con Bubbs hecho pedazos.
—Mal que bien, el tiempo le cambia a uno.
—Eso y una Tipo 97 Te-Ke de cinco toneladas. Yo hoy maté un pájaro.
—¡Bah, alguien tenía que empezar a hacer algo!
—¿Y éstos? Quiero decir, ¿es que no van a venir nunca?
—¿A estas horas? Además, supongo que hoy irán a la despedida de Mo; ayer lo encontraron hinchado y muerto, flotando en el Muil. Por cierto, tú no tendrás nada que ver, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Yarboclos, no! Es decir… tenía intención de asustarlo un poco, tal vez herirlo de gravedad, liquidarlo, acabar con su muda tiranía de una vez por todas… pero de ahí a ubivarlo… —rellené el vaso y lo vacié en mi gorlo de un bocado.
—Estupendo.
—Imagino que, después de todo, ya no tiene importancia alguna, pero me pregunto qué habrá sido del regalo de Bubbs y qué demonios contenía.
—Lo mismo me da. Odio las sorpresas. 

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