20.1.20

Sopa verde.


Son las 3:14 p. m. en el anciano distrito de Koboldo, junto al río. Cae una delicada lluvia ácida y no hay pájaro que cante. Nuestro protagonista, K., se amanece con un charco de vómito reseco en el colchón y una terrible cefalea. Hace días que dormita entre pesadillas de moluscos tras agarrarse una borrachera de espanto en su propia despedida de soltero. Lo último que recuerda es invitar a sus compinches a una ronda de Jäbberwocky y arrojarse desde lo alto de la barra con la intención peregrina de que alguno lo atrapara al vuelo. Se lleva los dedos a la frente dolorida y palpa una brecha trasversal hecha ya costra endurecida. “Mierda”, se dice K. para sí, “Otra vez no”.

La pequeña pieza que ocupa está llena de moho y desorden, con correosas manchas de mostaza en las paredes. El frigo llora: sólo hay restos de sobras y despojos. En una esquina hay un retrete donde K. termina de vaciar su estómago y después, frente al espejo sucio, se descubre un ojo púrpura y el labio partido en dos feas mitades. “Mosquis”, musita, “Pues sí que la lie anoche”.
           
Se calza unos tejanos roídos, agarra un chubasquero y sale al rellano deshabitado, enfilando las escaleras. Es costumbre entre sus camaradas ponerse al día con los sucesos de la noche anterior frente a un reconstituyente, a base de cerveza y yemas de huevo crudas, en la misma barra que fue testigo de sus depravaciones; la del bar Pancró, en un semisótano mugriento del callejón Diagon, a sólo un par de manzanas de la pieza de K.
               
Las calles están desiertas y nada más que se oye silencio. K., absorto en su resaca, obvia el estado de abandono de los vehículos en plena calzada y los charcos sanguinolentos de las aceras. K. sólo piensa en cuánto le duele la cabeza y en si Brida, su futura esposa, estará enfadada con él o, en cambio, enfadadísima. Escucha su voz tras los tímpanos: “¡Joder, K., cuando no estás borracho es porque estás hecho una piltrafa! ¡No sé cómo demonios accedí a casarme contigo!”.
                
K. baja los tres escalones que separan el Pancró del mundo real y se encuentra a Sigmondo, gerente del tugurio, y a Bo, barroquiano estándar, apostillados en un rincón de la barra frente a sendas copas de fuegodoro. Ambos dicen al unísono: “¡K.!”, y éste responde con un lacónico gesto entre la vergüenza y la impostura.
               
Se sienta K. junto a Bo y dice con voz rasposa: “Llevo una resaca encima del tipo no-te-lo-crees. Os digo más: No la llevo encima, me lleva ella a mí; me rodea”, hace una pausa dramática llevándose una mano a la sien, “Sigmondo, haz el favor y ponme una birra y medio huevo, anda”. Sigmondo se cuela tras la barra para atenderle. K. añade: “¿No tendrás también algo de comer? Me muero de hambre”. Sigmondo dice: “Chóped”. Y K.: “Venga, ponme eso”.
                
Bo enciende un cigarrillo y observa a K. levantando su única ceja. “¿Y se puede saber dónde has estado todo este tiempo?”, pregunta desde detrás de una vaharada de humo. K. mastica chóped y responde: “Pues en mi casa, ¿por?”. Sigmondo dice: “Te dábamos por muerto”. Y K.: “Ya imagino… anoche me la agarré terrible”, sorbe cerveza, “Pero, joder, era mi despedida, ¿qué esperabais? Ni que nunca me hubierais visto borracho”.
                
Sigmondo y Bo se miran entonces. El uno con semblante receloso e intranquilo, el otro más bien fumado. Sigmondo dice: “¿Tu despedida? ¿Ayer, dices?”. Y K.: “Pues claro”. Y dice Bo: “K., tu despedida fue hace ya una semana”. K. se saca un trozo duro de chóped de entre los dientes y replica: “¿Pero qué me estás contando? Si estábamos tú y tú, y Orestes y Franagan… creo que también se pasaron un rato el viejo Belfrodo y su primo Ocre… ¿De verdad que he estado durmiendo una semana entera?”. Y Bo: “¡Y qué semana!”. Y K.: “¡Mierda! ¿Qué día es hoy, sábado?”. Y Sigmondo: “Más bien domingo”. K.: Pero entonces me caso hoy, maldita sea, ¿qué hora es?”.
                
Sigmondo colma un vaso de fuegodoro y lo coloca frente a K. “Bebe”, dice. K. contesta: “Aún no terminé esto”. “Pues acábate el huevo y bébetelo”. K. obedece y concreta ambas bebidas con una mueca como de náusea. Sigmondo repite la operación y dice: “Bebe”. Y vuelven a beber.
               
“¿Me queréis contar de una vez qué está pasando?”, dice K. “Escucha, K, es difícil…” comienza a decir Bo. “Olvídate de Brida”, sentenció Sigmondo. Y K., atónito y amarillo, acierta a decir: “¿Cómo?”. Sigmondo empieza: “¿Recuerdas aquello que decían en la tele de que el exceso de contaminación por plásticos e hidrocarburos en los océanos y la proliferación desmedida del fitoplancton amenazaban con extinguir toda especie marina, provocando así un desequilibrio en todos los ecosistemas con el resultado último del fin de la vida en la Tierra?”. Y K.: “Cómo no”.
                
Sigmondo apura su copa, la rellena, y hace lo propio con las de los otros. Bo exhala otra bocanada y dice: “Pues, básicamente, eso”. K. dice: “¿Qué coño?”. “Que ya no quedan peces en el mar”, culmina Sigmondo. “Pero no termina ahí”, añade Bo. “No”, confirma Sigmondo, bebe y sigue: “Resulta que, tratando de huir de esta sopa verde, la más inteligente de las criaturas marinas salió a tierra seca”. “¿Qué dices?”, dice K., “¿Los delfines?”. “No”, dice Bo, “Las sepias”.
                
K. sufre una arcada repentina y traga un poco de vómito. “Sepias”, dice, “Mierda, yo odio las sepias”. “¿Y quién no?”, anota Bo, “Pero espera, que tampoco termina ahí”, y pega una larga calada a su cigarro. “Nadie sabe cómo”, prosigue Sigmondo, “y seguramente los que bien pudieran saberlo ya estarán muertos, pero al parecer se trata de unas sepias adulteradas, como alienígenas mutantes, o al revés. Y son más inteligentes todavía que las sepias comunes que todas conocemos”. “Y más grandes”, dice Bo. “Mucho más grandes, terribles”, continúa Sigmondo, “Como de dos metros o así, erguidas sobre sus pegajosos tentáculos”. “Joder”, dice K. masticando chóped, “Menudo bicho”.

                
Bo apaga la colilla sobre la barra y se bebe el fuegodoro de un buche. “Ojalá solo fueran grandes”, dice. “¿Cómo?”, pregunta K., “¿Es que hay más?”. Y dice Sigmondo: “Mira, te lo explicaré sin más rodeos”, rellena los vasos, “Fue todo muy rápido. Salieron del agua hace una semana. Al principio todos pensaron que se trataba de una maravilla de la naturaleza y salieron a fotografiarse con ellas y festejarlo. Pero estas sepias no venían a celebrar nada”. “Todo lo contario”, interrumpe Bo. Sigue Sigmondo: “Venían por venganza. Nosotros nos habíamos cargado su casa. La jodimos con tanto vertido y tanto crucero. Llevaban generaciones tragándose nuestra mierda y ahora, sin pez que llevarse a las fauces, decidieron que nos toca el turno de ser devorados”. “Qué movida”, dice K. “Joder, ya te digo”, dice Bo. Y vuelven a beber.
                
Sigmondo dice: “No tardaron en hacerse con el poder. Con su habilidad para camuflarse y una fuerza monstruosa, acabaron con los ejércitos de las grandes naciones en sólo una tarde, y a partir de ahí les fue fácil diezmar la población mundial. Al tercer día ya habían aprendido a comunicarse por telepatía con los que quedábamos y replicaban en nuestras mentes consignas sepiofascistas en bucle dictando obediencia o ejecución. Al cuarto día acabaron con el ganado y los cultivos y, desde entonces, quien no sirve como esclavo en sus factorías de chóped, sirve como relleno para el embutido. Por eso te digo que te olvides de tu Brida querida, porque probablemente te la estés merendando ahora mismo”.
                
K. se vomita encima y mira a los otros con rostro pálido y desencajado. “¿Co… cómo?”, balbucea, “¿Este chóped está hecho de humanos? ¿Y por qué me lo dais, hijos de puta?”. Segismundo responde: “Pues porque es lo único que hay para comer. Sólo nos quedaba un huevo, y te lo acabas de beber”. Y dice Bo: “Si lo piensas, no está tan mal. A mí me gusta imaginarme que me estoy comiendo al cabrón de mi jefe, o a otra gente que también odio”. “Hombre”, responde K., “visto así…”
                
Pasan unos instantes en silencio. Bo se lía unos cuantos cigarros y convida al resto. Sigmondo descorcha una botella de El Auriga de veintiún años y K. trata de limpiarse el vómito de la barba. “¿Entonces?”, dice K., agarrando la copa que le ofrece Sigmondo. “¿Entonces qué?”, contesta éste. “Que qué hacemos”, aclara K. “Pues nosotros somos la resistencia”, responde Sigmondo. Y dice K.: “Genial, ¿y cuál es el plan?”. Y Bo, dando una profunda calada: “Pues quedarnos aquí y beber mientras se acaba el mundo”. Y K.: “Vale”
                
Y vuelven a beber.

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