Se
llega al Cuervo Blanco de manera inesperada, a través de una de esas callejas
anónimas que sólo se pisan por la noche, cuando está oscuro. De todas las
tascas, fondas y cantinas de la ciudad, la taberna del Cuervo Blanco podría ser,
sin lugar a duda, la más peculiar; y es que no hay cierta forma de encontrarla
y uno aparece ahí sin más y sin saber muy bien por dónde se ha venido.
Es
el caso de nuestro humilde protagonista, un tal Panmuphle, que pasó por el
Cuervo Blanco una tórrida noche de mayo con un agudísimo dolor en la tripa y la
ineludible, contingente y necesaria urgencia de cagar.
La
situación es la siguiente: Un apurado Panmuphle atraviesa el umbral de la entrada
con evidente prisa y una campanilla delatora instalada estratégicamente anuncia
su llegada. Mohandas, amo y señor de la barra, levanta la mirada y saluda con
media ceja y un áspero gruñido. Panmuphle, por su parte, solicita una cerveza
individual con la que comprar el derecho a usar el retrete, al tiempo que una
gélida gota de sudor le resbala por la espalda, y Mohandas, dadivoso por esta
vez, le sirve con parsimonia una botella de Amarillo medio fresca. “No tardes”,
le advierte al tal Panmuphle, “Chapo en cero coma”. “Vale, descuida”, responde
el otro, “El uvecé al fondo, ¿verdad?”. “No”, dice Mo, “Por ahí abajo”. Y
acciona una palanca que abre una trampilla oculta junto a la barra que lleva a
un tenebroso conducto con unas escalerillas de babosa bajo un cartel con letras
grandes que pone: “El peor baño de Escocia”. Y va Panmuphle y se mete por ahí.
Al
final del angosto pasillo, Panmuphle se topa con un tipo semigenuflexo que se
sujeta la bragadura con ambas manos y otro en la misma posición, pero un tanto
más calvo que el primero y sin manos. Tras la carcomida puerta se oye el
inconfundible Chorro Musical, largo y tendido, como un ruido blanco y líquido.
Panmuphle se coloca a la cola y pregunta: “¿Esperan Uds.?”. El menos calvo
contesta: “No, solo hemos venido a revisar el contador”. El otro eructa en do bemol. “Vale, vale”, se
justifica Panmuphle, “Es que calzo una alerta fecal de lo más perentoria, un
código siete en la escala de Bristol, más o menos”. “El truco”, dice el mitad calvo mitad no, “Consiste
en practicar un ejercicio de obturación esfintérica posterior”, y añade: “Como
en aquella canción de Juan Lenin, Campos de calabazas para siempre, que,
por si no lo sabes está inspirada en la Batalla de Mohács”.
Y
así, sin esperar respuesta de nadie alrededor, el alopécico parcial comienza su
relato:
«Esta
historia me la contó mi viejo compinche H. Purvis, en una tarde de total
vagabundaje por la comarca de Estramonia, bajo un sol funesto. Resulta que, en
la aldea húngara de Mohács, a orillas del Danubio, durante el dulce siglo
dieciséis, aconteció un suceso de lo más particular. Los turcos avanzaban por
la llanura de Panonia con el propósito de tomar Viena, atraídos por el pujante
prestigio de la tarta Sacher (de sobra es conocida la devoción de los otomanos
por la mermelada de albaricoque; les pirra). Y en Mohács, sabedores de la
inminente llegada de los osmanlíes, decidieron prepararse para el asedio.
»Fue
el húsar Faszfej quien, tras agotar todas sus reservas de palinka, trazó la
estrategia a seguir: Se vestirían todos a la moda turca, con turbantes,
babuchas y todo eso; y se harían pasar por hostigadores de avanzadilla
asegurando, cuando llegaran las tropas otomanas, que ya habían tomado la aldea
para evitar así una masacre que, francamente, les venía fatal en pleno agosto.
Era un plan infalible».
“¿Y
qué pasó?”, musita Panmuphle, al borde del rebose. “Pues que todo fue
relativamente bien, hasta que empezó a ir relativamente mal.” (Pausa
dramática. De fondo, el Chorro Musical).
«A
pesar de que las falsas ropas que vistieron para confundir a los turcos se
veían rematadamente desfasadas, el engaño surtió efecto. Pero con tan mala
fortuna, que tuvieron que tomar parte en el saqueo de sus propias casas, y la
aldea quedó reducida a un solarón humeante y lleno de escombros. “Por lo menos
salvamos el pellejo”, se justificó Faszfej ante sus vecinos, un poco
cabreadísimos. Sin embargo, se vieron abocados por orden del sultán a engrosar
las filas turcas y participar también en el sitio de Viena; y ya de ahí, los
que no fueron muertos en combate tuvieron que ejecutar una huida hacia delante
y mantener la farsa por el resto de sus vidas, mudándose a la Anatolia con el
resto del ejército turco. Y desde luego que nadie en su sano juicio quiere
vivir en la Anatolia».
El
calvo completo eructa de nuevo, simulando el canto de cortejo de la foca monje,
y Panmuphle masculla: “Ya, pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi diarrea
insatisfecha?”. A lo que el a tercios pelado responde: “¡Resistencia pasota,
querido desconocido! ¡Como en las trincheras de Mulhouse!”.
«Esto
ocurrió nada más comenzar la Gran Guerra, en Alsacia. Franceses y alemanes se
habían pasado días enteros cavando las trincheras y acondicionándolas al gusto
de cada uno (se registraron transcendentales disputas en torno al color de las
cortinas), cuando, sin previo aviso, se ordenó la ofensiva mutua y empezó el
fuego de mortero condimentado con gas mostaza. Esto lo sé porque me lo contó H.
Purvis un día que estábamos hablando de cosas así. El caso es que, en el bando
francés, el teniente coronel al mando, Fransuá Salaud, era un auténtico
cobarde, al igual que su homólogo alemán, un tal Friedrich Hosenscheißer; y ya
en los prolegómenos de la beligerancia se mostraban francamente reacios a
entablar toda clase de combate, por no ser ninguno de los dos especialmente
duchos en el uso del fusil, y no digamos ya en el de la bayoneta. Pero a ambos (y
esto es una concomitancia más que no deja de sorprender a cuantos historiadores
estudiaran esta contienda hasta la fecha) el uniforme les sentaba fabuloso.
»Total,
que en el momento de acometer el ataque, Fransuá tuvo una suerte de epifanía,
una revelación magnífica, y mandó a su regimiento que se hicieran los cadáveres
y no movieran ni un solo músculo, ni dispararan medio tiro, ni nada de nada;
con la intención peregrina de que los alemanes se aburrieran y se volvieran a
sus casas a comer chucrut o lo que quiera que hagan los alemanes en tiempos de
paz. Una estratagema arriesgada, desde luego, pero tampoco descabellada del
todo».
“Y
que lo digas”, dice el recalvorota, “Si a mi capitán se le hubiera ocurrido eso
mismo en Vietnam, yo aún podría morderme las uñas”. A Panmuphle se le escapa un
pedo acuoso y protesta: “¡Vaya milonga! ¡Y ahora dirás que justo así fue como
se ganó la guerra!”. El Chorro Musical, al otro lado, se mantiene impertérrito
y perpetuo. “Para nada, las guerras siempre se pierden”, contesta el pocopelo,
“Pero justo esta conflagración en particular quedó en empate técnico, y es que Hosenscheißer,
en un arrebato de tendencia afrancesada, tuvo exactamente la misma idea y,
hasta donde yo sé, ahí que siguen ambos bandos, cultivando moho mientras
aguardan a que el contrario se largue”, y añadió, “O eso, o bien saltaron por
los aires convirtiéndose en agujeros”.
Es
entonces que la cabeza invertida de Mohandas asoma por la trampilla del techo y
vocifera: “¡Venga, todo el mundo fuera del bar!”. Y no se supo ya más nada.
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